El poeta es un outsider, un paria, un desterrado. Su patria es un cigarro, dos amigos, una taza, tres resentimientos, la culpa, el amor, todas las mujeres y todos los hombres. A veces más, por supuesto. Como sea, es un disidente fervoroso, astuto y suspicaz, de la raza humana. Confía en el destino y a su arbitrio lo abandona todo. Sabe que nada ocurre por casualidad, aunque nada tenga sentido. Anda siempre con los bolsillos repletos de papeles, emborronadas servilletas que no aciertan a dar con el paradero de uno u otro fantasma o paranoia con quien mantiene correspondencia; siempre maldiciendo y recontando una a una sus palabras, como si temiera perderlas en el bus, los restaurantes, las cantinas... En suma, un supersticioso. Un supersticioso poco amable y completamente endiablado, si me lo preguntan.
No tiene lugar. Su lugar es el mundo. Tiene un asiento que lo espera en todas partes, pero siempre lo haya ocupado, lejano del sitio de su gusto, o no lo encuentra. Se forma en la fila equivocada; extravía los documentos importantes; jamás carga un paraguas, y cuando lo hace no es aún la temporada. Deja para mañana lo que puede hacer hoy.
Es un ser horrible, quería decir, dislocado y sentimental; pierde la razón tan pronto como empieza a recitar versos no recuerda ya de quién. Canta en la calle con inmoderado volumen, persigue chicas o chicos, según el caso; se mete en los bares, se ensucia y contamina de todo y por cualquier cosa. En general, está mejor no estando. Y lo sabe, pero nada puede hacer por evitarlo. Él está, aunque nadie, ni él mismo, quiera. Y así va por la vida. Imposibilidad a pie contradiciendo lo posible.
Ésta es la casa del dolor, del miedo. Aquí, un espejo retrata espectros que entre fragores y alarmas, se meten en las fotografías para recobrar al mundo en una mirada. Casa donde los únicos huéspedes son las pesadillas, los resentimientos. En todos sus cuartos el Infierno se haya distribuido equitativamente… Aquí vivo yo, leyendo las siete vidas de los gatos en los ojos de la que amo.
Así dice Luis Ferrer, quien –claro– debiera hacer más por sí mismo. El problema es que no puede: es incapaz de traicionarse, de hacer nada que no sea verdadero, exceptuando el amor, por supuesto. Noqueador auténtico, idealista soldado infamado de verdades. O ficciones que lo parecen. Así es él. Y el mundo, ya lo sabemos, está hecho de mentiras.
Luis vive extraviándose, perdiéndose a cada paso; interesado siempre en aquello que no le interesa: postergado que llora y ríe su transcurrir de la forma más extraña, y todo al mismo tiempo. Todo.
A Luis, mi amigo –ese náufrago irredento que me desespera tanto–, le da a veces por buscar una rara especie de insecto que ha de salvarlo de sí mismo. Una araña imposible que llore por él lo que desde ya carece de remedio. No hay pena que sirva, explicación que convenza. Y así se lamenta:
Vine aquí porque siempre quise tener una araña que supiese llorar. De niño me gustaba pensar que algún día me marcharía a cazar ballenas a bordo de un gran navío pirata. Casi podía oler la sangre desparramada sobre espumas a discreción, los arpones indispuestos a anularle el dolor a las olas.
No tiene lugar. Su lugar es el mundo. Tiene un asiento que lo espera en todas partes, pero siempre lo haya ocupado, lejano del sitio de su gusto, o no lo encuentra. Se forma en la fila equivocada; extravía los documentos importantes; jamás carga un paraguas, y cuando lo hace no es aún la temporada. Deja para mañana lo que puede hacer hoy.
Es un ser horrible, quería decir, dislocado y sentimental; pierde la razón tan pronto como empieza a recitar versos no recuerda ya de quién. Canta en la calle con inmoderado volumen, persigue chicas o chicos, según el caso; se mete en los bares, se ensucia y contamina de todo y por cualquier cosa. En general, está mejor no estando. Y lo sabe, pero nada puede hacer por evitarlo. Él está, aunque nadie, ni él mismo, quiera. Y así va por la vida. Imposibilidad a pie contradiciendo lo posible.
Ésta es la casa del dolor, del miedo. Aquí, un espejo retrata espectros que entre fragores y alarmas, se meten en las fotografías para recobrar al mundo en una mirada. Casa donde los únicos huéspedes son las pesadillas, los resentimientos. En todos sus cuartos el Infierno se haya distribuido equitativamente… Aquí vivo yo, leyendo las siete vidas de los gatos en los ojos de la que amo.
Así dice Luis Ferrer, quien –claro– debiera hacer más por sí mismo. El problema es que no puede: es incapaz de traicionarse, de hacer nada que no sea verdadero, exceptuando el amor, por supuesto. Noqueador auténtico, idealista soldado infamado de verdades. O ficciones que lo parecen. Así es él. Y el mundo, ya lo sabemos, está hecho de mentiras.
Luis vive extraviándose, perdiéndose a cada paso; interesado siempre en aquello que no le interesa: postergado que llora y ríe su transcurrir de la forma más extraña, y todo al mismo tiempo. Todo.
A Luis, mi amigo –ese náufrago irredento que me desespera tanto–, le da a veces por buscar una rara especie de insecto que ha de salvarlo de sí mismo. Una araña imposible que llore por él lo que desde ya carece de remedio. No hay pena que sirva, explicación que convenza. Y así se lamenta:
Vine aquí porque siempre quise tener una araña que supiese llorar. De niño me gustaba pensar que algún día me marcharía a cazar ballenas a bordo de un gran navío pirata. Casi podía oler la sangre desparramada sobre espumas a discreción, los arpones indispuestos a anularle el dolor a las olas.
No sin amargura, en ciertas tardes de sol evocaba muchachas cuyo suicidio había sido conveniente porque nadie las vio desnudas. Y mientras los cetáceos coleaban contra la embarcación y hacían presentir la inminencia del naufragio, yo echaba de menos el día en que de la mano de la abuela fui a conocer el mar, y por su turbulencia supe lo que más habría de amar en una mujer
Si las aguas me llegaban al cuello, mi madre interrumpía las navegaciones y me curaba el llanto. Enterada de mis obsesiones marinas, advertía la mejor forma de evitar un desastre: poseer siempre una araña que supiese llorar.
Para mi mala fortuna, en el lugar donde yo vivía, nadie sabía de esa rara especie de araña. Por eso vine aquí, a esta olvidada sentina que ignora la dicha desde los tiempos de la primera luz. Estoy seguro que el día menos pensado al fin la encontraré.
El poeta, casi siempre, es un desdichado; a veces un estereotipo que entra y sale a conveniencia del odio y del cariño; una mala inversión, un desfalco, un tren descarrilado que pese a todo llega puntualmente a su destino; un heraldo terrible, un dolor crudo, un malparido. Vino mal al mundo, y mal y peor conoció el vino, las drogas, las pasiones. Se cansa, además, de ser lo que tristemente es ya de por sí.
Dice Borges que hay que nacer pirata, poeta o ventrílocuo. Lo demás es puro accidente. Pues bien, si el poeta nace en vez de hacerse –falla de origen que viene al mundo con el más ridículo sentido práctico–, habría de nacer, por fuerza, imbécil. Pero no es así: conoce casi todo por primera y última vez, y mejor casi siempre que cualquiera. A él le son revelados cierta clase de secretos, algunos suyos, la mayor parte ajenos, pero ambos exigiendo que diga siempre algo más que lo necesario, de uno u otro modo.
Cómo no habría de irrumpir poeta, si demasiado pronto conoce la imposibilidad de ser considerado igual entre quienes, se supone, son sus iguales. Porque siempre es distinto, no mejor, sólo distinto. Se maldice por su inevitable, oscura gracia no reclamada de improvisar la tierra, el mar, el aire y sus creaturas, bestias imaginarias que no asustan, dragones enfermos de ternura, estupidez y cosas peores. Ésas que ya todos adivinan, la misma cosa siempre repetida.
Así Iván Garzón, mi hermano lobo, mi espejo, mi nostalgia, mi versión traspapelada y mejor de aquel que una vez fui, en Chiapas, cuando escribió Shahima.
Hace tanto que no eres nada Shahima
Hace tanto que no existo por tu culpa
¿Es que acaso fuiste mi voz extraviada
Mi plegaria en la locura?
Porque si es así:
¡Maldito sea en la madriguera de mi engaño!
Pero si no entonces te desafío a que renazca tu voz
Y que tu voz se convierta en cuerpo
Y en sangre como la mía
Verás que no es fácil pertenecer a este retrato
A este guión de polichinelas
En que las nubes temen moverse por sí mismas
Aguardando el alambre divino
Que también mueve mi propio cuerpo...
Ignoro por completo si en todo tiempo, o sólo éste en que decaigo, el poeta correspondió a la idea o retrato más bien impresionista que he narrado. Lo cierto es que inútiles murientes, poetas de este siglo, amigos y enemigos; funámbulos felices que viven infelices sobre la cola del tigre, del Demonio, del tiempo aparentemente interminable de la Historia, o viceversa; todos aquellos a quienes por azar conocí y desconocí –tal vez secuestrado por el engaño–, yo mismo, somos una generación de desesperados. Siempre a un paso de la indigencia; a un solo paso de mandar al carajo la inutilidad de nuestros días, y cuántas ganas y por qué tarda tanto esta película y qué miseria y cuánto vacío y para qué. Amén. A un solo paso, explicaba, de convertirnos en los inútiles graciosos trágicos del mundo, como siempre se predijo. A un paso nomás de subirnos al ring con Dios y con el Diablo y verles, al fin, la cara de imbéciles que seguro han de tener.
Créanme. Hay todavía poetas que sueñan con la Edad Media. Afilan en secreto y con paciencia los cuchillos de cocina por la madrugada, esperando el tiempo de la venganza. Hay, incluso, alguno que sonríe gracioso al vecino cada mañana cuando lo ve pasar, pero guarda un revólver cargado y engrasado en la congeladora, por si cualquier noche los hielos se terminan o una mañana despierta sin ganas de ser amable.
Los poetas no encuentran, hoy, lugar en el mundo. El planeta no es tan grande como usualmente se cree, y ningún banco –lo sabemos– abre crédito a sujetos así para que construya una casa. Pero eso no es todo. Las parejas ocasionalmente deseadas, si no han enloquecido, los evitan. Cierran las puertas de casi todo bar; les niegan tres veces tres la entrada a casas honorables y no tanto; caen mal si cayeron, y si se levantan los vuelven a hacer caer; pierden la cuenta de los tragos camino del cuarto de baño y se enganchan a cuanta droga se atraviesa en el camino.
Creo que ya ninguno espera nada, pero lo mismo, siguen persistiendo.
Una palabra y otra, y otra más, hay que decirlo, los poetas van perdiendo la batalla. No ganarán nunca. Porque nada hay que se conquiste sin pérdida importante. Además, y por último, convendría preguntarse: ¿acaso hay algo que ganar? Lo dice mejor Cioran, quien opina que la primera cuestión que toda filosofía debiera indagar, antes de todo lo demás, es si la vida tiene sentido. Si la respuesta es negativa, el resto, amigos, en poquísimas palabras, vale para maldita la cosa. ¿Tiene sentido? ¿La poesía, como acto vital, tiene sentido? Tal vez no, pero qué importa.
Que alguien, por favor, me diga qué cosa de todo este mal rollo de vivir SÍ IMPORTA.
Bueno, sí, tal vez conducir a más de doscientos un Mustang amarillo, asientos de piel negros, atropellar en la carrera a veinte o más políticos (mínimo veinte, aclaro, por si alguno decide intentarlo –qué le cuesta– nos libre al menos de veinte), y lanzarse por un acantilado de algo más de dos kilómetros (y eso suponiendo que exista alguno tan alto), mientras fumas el último cigarro de la cajetilla y contemplas el sol cayendo en el horizonte, el tumultuoso mar revolviéndose contra sí mismo en la distancia, destellando frente a ti en la caída, antes de morir el día, tú mismo. El mar primigenio como última visión. Gris. Monstruoso. Imposible... Tal vez eso.
En fin, antes de esa (para mí) hermosa visión que se traslapó al texto, intentaba decir que la poesía es una enfermedad larga y deletérea, cuya descendencia no acaba nunca de decir que ai muere. Aunque a casi nadie le interese.
El poeta, casi siempre, es un desdichado; a veces un estereotipo que entra y sale a conveniencia del odio y del cariño; una mala inversión, un desfalco, un tren descarrilado que pese a todo llega puntualmente a su destino; un heraldo terrible, un dolor crudo, un malparido. Vino mal al mundo, y mal y peor conoció el vino, las drogas, las pasiones. Se cansa, además, de ser lo que tristemente es ya de por sí.
Dice Borges que hay que nacer pirata, poeta o ventrílocuo. Lo demás es puro accidente. Pues bien, si el poeta nace en vez de hacerse –falla de origen que viene al mundo con el más ridículo sentido práctico–, habría de nacer, por fuerza, imbécil. Pero no es así: conoce casi todo por primera y última vez, y mejor casi siempre que cualquiera. A él le son revelados cierta clase de secretos, algunos suyos, la mayor parte ajenos, pero ambos exigiendo que diga siempre algo más que lo necesario, de uno u otro modo.
Cómo no habría de irrumpir poeta, si demasiado pronto conoce la imposibilidad de ser considerado igual entre quienes, se supone, son sus iguales. Porque siempre es distinto, no mejor, sólo distinto. Se maldice por su inevitable, oscura gracia no reclamada de improvisar la tierra, el mar, el aire y sus creaturas, bestias imaginarias que no asustan, dragones enfermos de ternura, estupidez y cosas peores. Ésas que ya todos adivinan, la misma cosa siempre repetida.
Así Iván Garzón, mi hermano lobo, mi espejo, mi nostalgia, mi versión traspapelada y mejor de aquel que una vez fui, en Chiapas, cuando escribió Shahima.
Hace tanto que no eres nada Shahima
Hace tanto que no existo por tu culpa
¿Es que acaso fuiste mi voz extraviada
Mi plegaria en la locura?
Porque si es así:
¡Maldito sea en la madriguera de mi engaño!
Pero si no entonces te desafío a que renazca tu voz
Y que tu voz se convierta en cuerpo
Y en sangre como la mía
Verás que no es fácil pertenecer a este retrato
A este guión de polichinelas
En que las nubes temen moverse por sí mismas
Aguardando el alambre divino
Que también mueve mi propio cuerpo...
Ignoro por completo si en todo tiempo, o sólo éste en que decaigo, el poeta correspondió a la idea o retrato más bien impresionista que he narrado. Lo cierto es que inútiles murientes, poetas de este siglo, amigos y enemigos; funámbulos felices que viven infelices sobre la cola del tigre, del Demonio, del tiempo aparentemente interminable de la Historia, o viceversa; todos aquellos a quienes por azar conocí y desconocí –tal vez secuestrado por el engaño–, yo mismo, somos una generación de desesperados. Siempre a un paso de la indigencia; a un solo paso de mandar al carajo la inutilidad de nuestros días, y cuántas ganas y por qué tarda tanto esta película y qué miseria y cuánto vacío y para qué. Amén. A un solo paso, explicaba, de convertirnos en los inútiles graciosos trágicos del mundo, como siempre se predijo. A un paso nomás de subirnos al ring con Dios y con el Diablo y verles, al fin, la cara de imbéciles que seguro han de tener.
Créanme. Hay todavía poetas que sueñan con la Edad Media. Afilan en secreto y con paciencia los cuchillos de cocina por la madrugada, esperando el tiempo de la venganza. Hay, incluso, alguno que sonríe gracioso al vecino cada mañana cuando lo ve pasar, pero guarda un revólver cargado y engrasado en la congeladora, por si cualquier noche los hielos se terminan o una mañana despierta sin ganas de ser amable.
Los poetas no encuentran, hoy, lugar en el mundo. El planeta no es tan grande como usualmente se cree, y ningún banco –lo sabemos– abre crédito a sujetos así para que construya una casa. Pero eso no es todo. Las parejas ocasionalmente deseadas, si no han enloquecido, los evitan. Cierran las puertas de casi todo bar; les niegan tres veces tres la entrada a casas honorables y no tanto; caen mal si cayeron, y si se levantan los vuelven a hacer caer; pierden la cuenta de los tragos camino del cuarto de baño y se enganchan a cuanta droga se atraviesa en el camino.
Creo que ya ninguno espera nada, pero lo mismo, siguen persistiendo.
Una palabra y otra, y otra más, hay que decirlo, los poetas van perdiendo la batalla. No ganarán nunca. Porque nada hay que se conquiste sin pérdida importante. Además, y por último, convendría preguntarse: ¿acaso hay algo que ganar? Lo dice mejor Cioran, quien opina que la primera cuestión que toda filosofía debiera indagar, antes de todo lo demás, es si la vida tiene sentido. Si la respuesta es negativa, el resto, amigos, en poquísimas palabras, vale para maldita la cosa. ¿Tiene sentido? ¿La poesía, como acto vital, tiene sentido? Tal vez no, pero qué importa.
Que alguien, por favor, me diga qué cosa de todo este mal rollo de vivir SÍ IMPORTA.
Bueno, sí, tal vez conducir a más de doscientos un Mustang amarillo, asientos de piel negros, atropellar en la carrera a veinte o más políticos (mínimo veinte, aclaro, por si alguno decide intentarlo –qué le cuesta– nos libre al menos de veinte), y lanzarse por un acantilado de algo más de dos kilómetros (y eso suponiendo que exista alguno tan alto), mientras fumas el último cigarro de la cajetilla y contemplas el sol cayendo en el horizonte, el tumultuoso mar revolviéndose contra sí mismo en la distancia, destellando frente a ti en la caída, antes de morir el día, tú mismo. El mar primigenio como última visión. Gris. Monstruoso. Imposible... Tal vez eso.
En fin, antes de esa (para mí) hermosa visión que se traslapó al texto, intentaba decir que la poesía es una enfermedad larga y deletérea, cuya descendencia no acaba nunca de decir que ai muere. Aunque a casi nadie le interese.
Parafraseando a Cortázar (El suicidio de las gotas) y a Donoso (El obsceno pájaro de la noche), aquí termino: Adiós poesía; que te vaya bien; no bebás ni fumís; no te portés mal; no te metás drogas; no soñés, no llorés; ya está bien; adiós, adiós, adiós.
18 comentarios:
"lo que más habría de amar sería una mujer". Descubrir eso a los quince años es normal, pero descubrirlo a los seis, cuando aún no tienes consciencia del amor en sí, como fin, no como medio, cuando tienes las rodillas raspadas y la cara sucia, no es fácil; entonces, te vuelves retraído, te califican como retrazado e inclusive, tratan de hacerte exhorcismos que te devuelvan a la realidad.
Esa realidad de la que, cuando creces, quieres escapar a toda costa y sin embargo, te persigue, te encuentra en todas partes, peor que una maldición.
Cuando descubres que, amar a una mujer es igual que querer escapar de la realidad, todo se complica porque, cuando más tratas de huir de ella, es cuando más duele.
Uta! Qué espesa, y sabrosa, definición. Digo, lo sabroso es porque los huesos de uno mismo siempre saben más riicos que los de los otros, de los extraños y ajenos, lo mejor es cocinar tu propia chiungadera y tragar hasta llenarte, sólo así, puedo yo escribir. Abrazo hasta Xalapa.
Usuario anónimo,
Qué decir. Habría que preguntarle a Luis. Bastante tengo yo con mis perseguidores nocturnos. Invitaré a Luis Ferrer a darse una vuelta por aquí; a ver què dice.
Negro,
Muchísimas gracias por tu comentario. Recibí tu abrazo un tanto trasnochado y algo crudo. Curioso: tu abrazo soportó bien el viaje desde el DF y llegó intacto. Me contó que pasó por dos o tres cantinas en el camino, ya conoces cómo son esos abrazos (vino cantando cumbias, ¿tú crees?), pero nada de gravedad, no te preocupes. Te envío uno de los míos, de los rompehuesos, viejo.
Y sí, nada mejor que cocinar nuestra propia porquería. Aunque no me referí directamente a mí en el post, creo que es obvio que también me siento así: canalla, paria, resentido, con ganas de mandar todo al carajo y prenderle fuego al mundo. Pero qué se le va a hacer, viejo, Nerón ya no es bien visto en este siglo cofi-an-donas, dos por uno, sólo por hoy en oferta, ¡aproveche!, más barato por docena...
Y ya que todo va a seguir siendo lo que es, qué más da, vamos a pasarla lo mejor que se pueda y, cómo no, ¡nos echamos ese brindis cualquier día, con dos o tres poemas arrabaleros! Tú dices cuándo, Negro.
Ya lo dijo el maestro: "Todo por joder se acaba".
Malo cuando se acaba sin joder, ¿no?
Bueno pues cuando sea, casi siempre queiro beber, a menos que una buena mujer se atraviese por mi camino, cosa rar, por cierto. Tú abrazo todavíoa no llega, supongo que pasó a las Garlopas o a cualquier otro cábaret. Lo espero.
Otálora (¿puedo revelar que somos compadres o prefieres que nadie sepa?)...Tumbados sobre cuerdas flojas tensábamos delgadas líneas de humo, rabioso tabaco de colillas muertas, largos cigarrillos de nuestro infierno miserable. Nuestros viajes de madrugada, luego del camino desde el periódico a la casa (Clarissa como un fantasma que apenas se acomodaba en nuestra adrenalina trasnochada: demasiado dulce para hundirse con nosotros y poco dura para mantenernos a flote. Pero era linda y eso importaba, sobre todas las cosas), nuestros huecos en el estómago que se llenaban de puro pinche olor a tacos, los diez del àguila que jugàbamos a cara o cruz y que indudablemete terminàbamos cambiàndolos por un litro de cañabar. ¿Cuànto te duraba?. Yo prefería perderme en un artificio de mundo, en un universo sin puertas del que creìa tener la llave. Nunca te gustò la mota: Pero todos los vehìculos se dirigieron siempre al paraìso que soñamos cuando pudimos hacerlo.
Las decenas de libretas que noche tras noche llenè con los mismos versos. Quizà no querìa escribir un poema preciso tanto como encontrar el sentido, una brùjula, un norte, ¿de dònde vienen los barcos que no saben a dònde dirigirse?
Los encabronados golpes que tiraste contra paredes invisibles, los encabronados putazos que desmoronaron la certidumbre de que habìa algo sosteniendo la ilusiòn, los encabronados chingadazos que acomodaste en el hìgado putrefacto de tu sombra.
Acaso iba alguien con nosotros para sacarnos del ritmo y meternos al suyo. Llegaba el Josè para inventar su esporàdico mundillo, juguetòn y fresa, que yo a veces detestaba, a veces odiàndolo pero mirando còmo lo construìa con màs ganas que imaginaciòn. ¿Alguna vez Hèctor se quitò el parche que tapaba su abismo ocular? . Me gustaba que llegara Hèctor, que llegaran todos: Palaz y Uli, Roger y Betsi, a veces Royer, Alexis con su cìnico silencio, que estuviera Fernanda y bailàramos danzones y norteñas y bebièramos y fumàramos y rièramos y cantàramos, hasta el cansancio, ¿te acuerdas de mi casa y la suya, espalda con espalda, y la huerta enfrente y el tren que pasaba haciendo temblar los cimientos de nuestras parrandas en plena fiesta? Y tù, compadre, sin soltar la guitarra, afinándote la voz espesa a tragos de aguardiente de Xico. Sin duda Ivàn tiene razòn: Eres el mejor en eso. Memorables borracheras, entrañable pachequez. Un abrazo hondo que te cale el recuerdo y el alma.
Este Ojodiahacha como escribe pendejadas...
Soy el mejor, ni duda cabe. Gracias, usuario anónimo.
Por nada, ojodiahacha. Me alegra tu honestidad. Eres el primero que conosco que se jacta de ser el mejor en escribir pendejadas. Este blog ta muy güeno, el que sobra eres tu. Y yo tambien. Porque no?
Gracias por aquello de que mi blog ta muy güeno. Se hace lo que se puede. Lo que sí es que cuando lo titulé Último round, no imaginé que iba a convertirse en una especie de ring. No me molestan los catorrazos (así sean verbales); es más, hasta los celebro. A ver quién escupe primero.
Una cosa más, siempre es bueno saber con quién se la va a rifar uno. Usuario anónimo, te invito a que te manifiestes y nos concedas el conocimiento de tu nombre. No es obligación, por supuesto, siempre podrás decir que como Ulises te llamas Nadie y tu rostro es legión. Pero como que no se me hace onda lanzar la piedra y esconder la mano. Ai tú sabrás. No creo que ni Ojodehacha ni yo ni nadie aquí vaya a causarte broncas a tu blog. Por lo menos de mi parte, tienes mi palabra.
Suerte a ambos.
Ah, y eso sí, aquí no hay censura y nadie está de sobra. Gracias por visitar. Saludos.
chingón, mi buen julián, y correoso, wiry. no logré verme ahí, carajo, sino en lo de perder la cuenta de los chupes y meterme cuanta droga se me ponga enfrente. ai pa la otra vida.
fuerte abrazo.
Caray compadre, nunca pensé que ya se iban a armar los madrazos. Como ya sabes que más bien yo no he sido gente de paz sino todo lo contrario, esta vez quise bajar la mirada y fingir que ningún pinche anónimo había hablado. Y nomás para seguir mi camino procurando no caer en provocaciones, contesté lo que contesté.
Y la neta, sigo declinando la oferta: no quiero pleitos, mucho menos de este tipo y muchísimo menos con alguien que no da la cara, pero aún muchísimo menos por comentarios como los que hace.
Con tipos como él (o como me imagino que es él o ella, no sé)
he lidiado mucho rato. Algunos por lo menos tienen el valor de hablarte cara a cara. Y yo me he dado gusto rompiéndoselas, y otros me la han roto.
Si no le gustan mis comments, pues que chido. Si le gustan, pues qué chido. Para mí es EXACTAMENTE igual.
Como tú dices, compadre, este blog, el tuyo, no veta a nadie y todos los comentarios son bien recibidos. Además yo sé que aquí es también mi casa y que en mi casa yo hago y digo lo que se me antoje.
Anónimo: tienes mi palabra de que a tu blog no iré a chingar a nadie: si me gusta lo que haces lo comentaré sin pedo. Si no me gusta te lo diré o no, según las circunstancias.
Si te digo que chingues a tu madre me tomaré la molestia de ir y verte a los ojos, nomás para que sepas de donde viene y quién te lo dice. Y, obvio, si quieres quitarte el coraje no escatimaré en golpes ni en bravura ni en patadas , porque eso sí, yo no me rajo y peleó hasta ganar o perder. Se dar la talla.
Ruvalvaba: Eso de ser poeta border tiene muchas aristas. Yo tampoco me hallo al cien por ciento en el post del Otálora. Y es que yo sé que soy de otro reflejo de la vida, no de este posteado sino de otro muy cercano, parecido quizá: si pierdo la cuenta de los chupes pero no me meto cualquier madre...Soy, dice mi compadre el Julián Otálora, un caso perdido: Confío en la esperanza.
Creo en la parte luz de la vida, pero también me seduce la oscuridad.
Alón,
un gusto tenerte por aquí de visita. Y sí, ai pa la otra vida o el pròximo post del tema te incluiré. Aunque ese Domingo que tienes me parece que entra más o menos bien en este texto impresionista que escribí.
Me habría gustado incluirte no sólo a ti, a muchos otros también, al Negro, por supuesto; a Roger y a la Gaba, que a su modo también hace poesía; si alguna vez la conoces te darás cuenta de ello. En fin, sucede que cuando escribí este post estaba un tanto adolorido de cierta especie de melancolìa que me dejaron algunas charlas con Luis Ferrer, y ya leíste el resultado.
Gracias por venir a perder el tiempo por aquí. Un abrazo.
Ojodehacha,
¡compadre! ¡Ya te me pusiste romántico! ¿Y dónde quedó la nunca bien ponderada onda del respeto y la no violencia con las que tanto te gusta joderme? Pero hazle como quieras, ésta es tu casa, como bien dices. Un abrazo pa vos también.
Bien decía alguien que hablando se enciende la gente, ja. Cuídese.
Otálora querido, la mera verdad es que yo nomás cocino poesía de vez en vez, la muevo con pinceles, la sazono con aceites naturales y harta especia, aun que preferentemente la mastico cruda... con todo y todo me encontré por ahí: el eterno destierro, la culpa, los tantos tantos tantos resentimientos... y di'ai pa'l real, hum... Hartos besos para vos, crudos, al vapor o como sea que sea su preferencia.
Por cierto, Gaba, los besos, igual que muchas pero que muchas cosas, los prefiero crudos.
Celebro tu poesía culinaria y también de la otra. También que te encuentres y desencuentres entre esos border que describo. Besos y abrazos hasta allá donde estés.
A que barbaridad con ustedes los poetas a mi me cuesta mucho entenderlos, y no se como explicar de que manera me pegan sus palabras, se siente una tan estupida de ver a alguien que por medio de las letras alcanza expresar lo que lleva a dentro un beso para ti otálora
¡Ah, qué mi carnalita!
Gabita (Gabirucha, como te digo): Qué importa que nadie los entienda: así son. ¿Las palabras, dices? Son todas unas putas, no te fíes; parece que dan, parece que las compras, pero no es cierto, no te fíes. Son mentirosas, burdas y serviles. Nunca te dan nada sin cobrar su cuota. Y tampoco expresan todo. Son putas, te lo digo. Mentirosas.
Tu beso, ése sí que es bueno. Gracias por pasar. Te quiero mucho y siempre.
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