lunes, febrero 05, 2007

Y además es imposible




“El infierno son los otros”, sentenció alguna vez Sartre*. Los otros: el espejo en llamas que distorsiona la imagen de aquellos que quisimos o querríamos ser; la maldición que es preciso conjurar; la piedra inamovible; las cadenas prometeicas; el reino en ruinas que fue nuestra heredad inaprensible. Los otros, la completud imposible, la mitad prohibida del mundo, la espada flamígera que blande un arcángel en la entrada del Paraíso... si hubiera en la posibilidad lugar para la existencia del Paraíso, el arcángel y su espada de fuego.
El hombre nace sin tener idea de sí mismo. El primer descubrimiento es la asfixia de la expulsión, suplicio, prueba biológica del mundo para acceder a él, sin pedirlo. Y enseguida vienen los otros, la otredad, incluso cuando más tarde percibimos a ese otro en el espejo, no sé si conscientes de ser nosotros mismos.
¿En quiénes nos convertimos entonces cuando finalmente llegamos al descubrimiento de nuestra propia imagen, el infantil monstruo al otro lado del reflejo, mirándonos como sin comprender bien qué está mirando?
Todo afán se torna lucha, violencia que pugna por equilibrar el yo con la imagen del mundo, y por esa medida introducirnos en él o viceversa. Insisto: todo es pelea, obstinación y miseria.
¿Quién que se jacte de ser aquel que deseó, no debió antes imponer su visión, su poder y su leyenda a los otros que le rodearon, antes y después, en el camino de la vida? Porque “triunfo” significa imposición. Pero eso no basta, la conquista no será nunca suficiente si además no poseemos aquello que conquistamos. ¿Quién puede decir que posee tan totalmente al otro que ha aprehendido e integrado las respuestas de aquel ser al suyo propio? Y entonces, ¿cómo evitar que sobrevenga la angustia y nos arrastre y pisotee contra el suelo de la porqueriza que llamamos frustración?
Y aunque se dice que todo quiere seguir siendo lo que es, porque el uno debe ser por encima del todo (el yo, ese pequeño dios maniático, quiere que todo esté hecho a imagen y semejanza de sí mismo), tal vez otro camino sea someterse a la esclavitud de estar hecho a imagen y semejanza de lo otro. Pero es igual de inútil: gane quien gane, haya sometimiento de una u otra parte, o no, no hay lugar para el encuentro, para la armonía sencilla de dos mundos que desean volverse uno. No lo hay.

El infierno es la angustia de no poseer al otro ni ser poseídos por aquél, como sea, con tal de escapar de cualquier modo de la prisión de nosotros mismos.
No es culpa de nadie. Tal vez sea ésa la verdad escondida tras el mito del pecado original: la soledad legítima, ancestral, arquetípica, la única que antes y después de todo cuenta. La primera, segunda, antepenúltima, penúltima y última, total soledad. Quizá, no lo sé.
Alguna vez me dijeron que el amor salva, pero aún no lo creo. El amor implica sometimiento, astucia, enfermedad, pena y consuelo que no basta, aunque pretenda atravesar los corredores blanquísimos, acojinados, del manicomio del nosotros. Del uno al otro, del otro al uno, de ambos al amor del otro. Al final siempre será lo mismo: buenos y malos recuerdos, peores y mejores épocas, mayor y menor entrega, una balanza que se resiste a la igualdad. Puras pobrezas.
Escuché la pregunta una vez en una película (ya sé, ya sé, pero igual vale). A la fecha no sé responder: ¿Cómo amar sin poseer?
Las relaciones humanas son tan complejas que a lo mejor convendría pensar simplemente, como en aquella canción de Liliana Felipe: “Se van a amar, pues amensen; se van a odiar, sepaaaareeensen...” Qué lindo fuera y qué sencillo, pero qué carajo… además es imposible.


* Únicamente conozco la cita por referencias. La obra de Sartre, en realidad, me es casi desconocida, lo confieso con vergüenza. De él nada más he leído La náusea y Las moscas. No sé si Sartre le habrá dado el sentido que yo apenas he (mal) emborronado aquí para explicarme alguna idea. Mis opiniones, por tanto, son sólo eso: opiniones, aunque seguramente esté influido por lecturas. Tampoco importa mucho. No pretendía ser original.

viernes, enero 12, 2007

El rencor

Desde que no te acuerdas,
arrastra el diablo miserable de mi alma sus cadenas por la casa,
extraviando mi sombra en el espejo,
esa carta que no remití nunca para saber tu paradero.

Desde que en tu paso por el mundo olvidas brújula y reloj,
enmohecen las medias que olvidaste en el ropero,
casi tanto como el recuerdo de tus piernas,
imposiblemente sobornables,
aquella noche que dormiste aquí.

Desde que te dio por convertirme en el feroz objeto de tu ausencia,
sueña una guitarra ser de nuevo el perchero de tus bragas,
el conmovido desorden que a menudo ensombrece tu partida.

Los trenes que van a ningún lado parten todos de mis ojos.
Debiste saberlo: era yo aquel tipo que en dos horas envejeció sobre el andén aquella tarde que también faltaste,
y quien más tarde asesinó al joven que había sido, a un payaso y tres maridos...
con tan mala suerte que no fue ninguno el tuyo.

Estoy hablando desde la plaza sitiada de mi orgullo,
amontonado contra un montón de cosas sin sentido.
Son estas palabras mi parte de guerra en la derrota;
el mundo, una película que vi sin ganas un domingo,
en cualquier parte, un poco menos que aburrido,
como otros tantos jueves sin tu boca.

Ya lo ves:
hasta el cigarrillo que ayer dejaste
sobre un plato, manchado de labial,
se agacha avergonzado cuando paso.

Te odio hoy también por eso hasta el fastidio,
porque en este momento, complacido,
colgaría tu cuerpo bajo un poste.
Aunque después, qué importa, de nuevo te llorara;
y estropeado ya el orgullo,
de rodillas suplicara perdón...
si en cualquier momento aparecieras.

Todo lo que dejaste cada vez que te largabas
tropieza en esta hora con mi suerte;
emborrona éste y todos mis papeles,
con su legión de idiota fantasía;
vil borrachera en busca de su sed,
tan hastiada que casi me conmueve.

Y además estoy desnudo.
Porque espero de ti ya cualquier cosa,
o tal vez el rumor de tu sombrilla
apagándose en mitad del patio o la escalera.
Siempre es eso a fin de cuentas:
un ruido que tropieza en mitad de algo,
a medio camino entre la tarde y mi lujuria;
el humo que adivino interminable,
esta pifia de versos que te engañan.

Y ya ves el resultado: me miran desde lejos mis creaturas con desgana. No sé bien de qué se esconden, y tampoco ignoro que te aguardan como a una imposibilidad posible acaso; mientras, igual que yo, inventan diez mil razones para odiarte, para hervir en tu nombre y maldición una promesa que hoy encanece intolerable.

Demasiado bien supiste todo eso.
Toda derrota en tu nombre escarnecida.
Todo quebranto que en tu nombre padecí.
El arañazo en el cristal firmado con tu nombre...

Demasiado bien supiste todo.
Y nada más por eso no llegaste.
Ni soñaron tus ganas con mi puerta.

jueves, diciembre 07, 2006

Desesperados

Para Iván

I
Es curiosa la vida. Antes o después, se sueña con ser algo, ser alguien; intenta algunas cosas, deshecha las más, y un día, de pronto, uno sabe que ha llegado a algún lado, para bien o mal, e ignoro aún si importa cómo.
Bienaventurado aquel que no se perdió después de mil intentos; aquel que logró ser quien soñó o está en vías de; y bienaventurado aquel que soñó menos de lo que fue, y también quien no soñó y sabe, sin embargo, quién es y a dónde va a llegar.
Quienes ya no somos tan jóvenes y tampoco nos hallamos en ninguno de esos casos, sabemos que el futuro es un sueño que afrontamos con miedo o, tal vez peor, para algunos, a quienes finalmente ha dejado de importarles. Y eso, desconozco por qué, da valor o trae consuelo de algún modo, aunque es el más triste de los bálsamos, hay que decirlo. Y, para aquellos valientes que pretendan algo mejor o tengan un par de respuestas bonitas bajo la manga (junto con cinco ases), quiero decirlo: hablo por mí y unos cuantos; allá ustedes, en todo caso.
Yo no sé qué pasa –casi nunca tengo la menor idea de nada, ya lo he dicho antes–, pero la mayor parte de quienes conforman el mundo de mis amigos y me han acompañado en este mal rollo de crecer, pertenecemos, casi todos, a una generación de desesperados. Intentamos hacer bien las cosas, no corrompernos, nunca pedir ni cobrar favores, llorar y reír siempre en serio, y siempre bien; y hasta hoy y hasta donde sé, ninguno siquiera ha visto de cerca la coraza de aquello que una vez llamamos Nuestro Sueño.
Será, quizá, que creímos demasiado a pie juntillas en una isla que antaño se llamó Utopía y que alguien incendió cuando todavía ni nacía esa generación de que hablo en este momento, cuando el siglo XXI abre el feroz hocico; o fue tal vez que ni familia ni amigos estrecharon lazos con mundos que pudieran alguna vez darnos abrigo; o que rechazamos toda ayuda que no proviniera de nosotros; o exageramos la importancia del dinero; o, como Camus predijo, se acabaron las ideologías y no supimos inventar un mundo diferente. No lo sé. Lo cierto es que no nos faltó osadía, no siempre, y aun así no hemos llegado muy lejos.
Oh, Señor, tú desplumas abrasando, escribió alguna vez Eliot, según no recuerdo qué traducción alguna vez leída. Y henos aquí: bípedos pensantes y desplumados a la brasa, perdidos y sumamente encabronados; ah, y claro, con ganas de tirar la mesa sobre la cara del jugador de enfrente, gritando, cuchillo en mano, que fue trampa: ¡Vas a morir, perro! Y el público que ríe y ríe y sigue y seguirá riendo.
Canallas...
Y ya nadie nos cree.

II
Me habría gustado ser muchas cosas: torero, boxeador, chef, cineasta, piloto de aviones o de autos –creo que para eso último poseo todavía alguna aptitud (y quien no me crea, présteme su coche, si se anima)–, bandido de vieja escuela de película, contrabandista y músico. Pero me faltó talento para todo y, otras veces, también, ambición o dinero.
A cambio, fui obrero, comerciante de embutidos, asistente de químicos farmacobiólogos, mesero, editor, cantante, reportero, profesor y bibliotecario... ah sí, y corrector de estilo (para otros, porque para mí soy francamente el peor: un corrector es casi ciego cuando se trata de las erratas propias).
Con todo, no he logrado ni media mitad de un retazo de lo que deseé. Cuando era buen estudiante y deportista, me volqué en el ajedrez; después, cuando ya casi estaba en vías de ser mejor ajedrecista que estudiante, llegaron los vicios; más tarde fueron las letras quienes me sedujeron las infames y, por último, dejé de jugar en serio con las palabras para infidelizarlas con la vida. Hoy ya no sé ni quién soy o fui: sé, eso sí, que vienen más mujeres (una al menos, quiero suponer), peores letras, más peleas de bar y calle, otra de tantas malas cuadraturas de borracho que quiere cantar, más gatos negros que atraviesan la calle a la hora más inoportuna, y espejos que se rompen contra mí cuando ya no espero nada.
Haga lo que haga, debo reconocer que en todo camino me extravié. Soy el desesperado, la palabra sin ecos, el que lo perdió todo, y el que todo lo tuvo, escribió alguna vez el joven Neruda. Y para peor, el amor es hoy un sostén que se arranca mecánicamente cada jueves por la tarde; un nombre guardado en un papel bajo el bolsillo izquierdo; un dos, un ocho y luego un tres o un nueve, un número que ya no recuerdo. ¿Para qué tomé el teléfono? ¿Qué decía?
Y así es como he trazado siempre los renglones en blanco de la pérdida.

III
Hace un par de horas escuché en un disco una canción que al final resumía esto: “Cuando yo nací este mundo ya era una prisión”. Al respecto, opino lo mismo que mi hermano lobo: a mí ni me pregunten; el mundo ya estaba bastante deteriorado cuando aparecí por aquí, apenas como extra, dice él a grandes rasgos.
Y no diré menos (¡no me vas a limitar, doctor!): Quiero que el mundo se vaya al carajo de un tirón, y no esa mariconada del poco a poco y ya merito. Quiero hundir bien hondo el puño en el rostro de la Fe; gritar en serio: muérete prójimo; no me importa, viva el individualismo, al coño la humanidad, runrún, ya me encarreré, estamos jodidos, piérdanse todos, tú también, corazón de mierda, sí, mis dos corazones. Ya mismo.
La desesperación es un juguete infame. Y parece que el mundo sólo nos da caramelos y juguetes, y todos de fantasmagoría.

IV
No soy bueno, pero tampoco el peor de todos, y quizá me convendría. El caso es que soy débil y mi rencor flaquea. ¿Leyeron alguna vez Mafalda? En una de sus tiras, dice más o menos el enamorado, tormentoso Felipe: Soy tan débil, tan débil, que hasta mis debilidades son más fuertes que yo. Pues lo mismo.
A veces me da por la esperanza. Imagino que finalmente sí me gusta vivir y que no sigo aquí sólo para ver qué pasa. Me da por creer que aún hay vidas posibles que inventar y que quizá me mude a alguna. Pienso que puedo cambiar, que sólo haría falta el combustible adecuado, el amor, el aire limpio, montañas, un trigal, veintisiete lagos, una cama menos inhóspita, algo así, cosas que seguro aprendí en un balneario o dos o tres películas de calidad miscelánea.
Sin embargo, si hubiera en la verdad un sitio para tal cosa, si de veras lo creyera y fuera posible (la esperanza dispone de tantos terrenos baldíos), aun así seguiría pensando mal del mundo, por lo menos tal como es. Una golondrina no hace verano. Y hasta donde sé, el buen tiempo no perdura.
Para aquellos que piensan que todo se trata de pensar “positivamente” y “echarle ganas” y dormir y soñar a las horas debidas, quisiera recordarles que la historia humana no huele precisamente a rosas; hay sangre y cráneos bajo nuestros pasos, y también bajo la carne propia. O dicho de un modo que corresponda a mi natural vocación de buscapleitos: ¿Qué van a decirme? ¿Que vuelva a empezar? ¿Qué tuve mala suerte? ¿Qué he sido un pesimista, un misántropo, un jodido, un imbécil que, además de Cervantes, sólo aprendió las letras con que se escribía i-m-b-é-c-i-l? ¿Que no me importa el país, el mundo ni la humanidad y que soy igual o peor que casi todos de quienes me he mofado? ¿Que el mundo puede aún reírse y yo también, y que la Virgen no me habla? ¿Que me alimento de cadáveres y que además me gusta? ¿Que tampoco tuve talento siquiera para expresar aquello que quería (y tampoco era mucho, y eso se los digo yo)? ¿Que no sé ni preguntar? Se los concedo. Pero díganme una cosa: ¿De verdad están contentos con la forma en consiguieron ganarse la vida, sus posesiones, sus deseos, sus preguntas?
Y cuestiono eso sin mala intención, más bien por lo mismo que dije antes: de verdad, quienes no estamos bien en mi generación no es debido únicamente a nosotros. No sé explicar cómo sucedió, ni hablo sólo por rencor personal o por lo que yo mismo creo de mí, pero a donde quiera que voltee a ver, sólo encuentro caída. Y entonces me nace una tristeza de no sé dónde y va creciendo y me llega la noche y me inunda y ya no sé qué pensar y crispo los puños desde mi azotea y veo la ciudad y me acuerdo de quienes quiero e imagino que por ahí deben andar muchos a los que también quiero de algún modo sin conocerlos y siento que los nudillos están a punto de arrancarme la piel y los aflojo de a poquito hasta que abro las manos y me las llevo al rostro y no sé por qué pero de verdad lloro. No soy ningún cobarde, tal vez sí demasiado sentimental, pero así siento cuando pienso en toda esa gente amiga que forma parte de lo que esta noche llamo, hinchado de rabia, Mi Generación.

jueves, octubre 19, 2006

Rey de Corazones Negros

En vista del pasmo mental en que me ha hundido el último par de semanas, tuve que recurrir a la infamia de saquear el polvo, la herrumbre, la materia enferma de mis pesadillas en otro tiempo aunque no menos siniestro, sí más alcohólico que éste en el que escribo.

Probablemente, no quede mucho de aquello; y sin embargo, hay todavía para mí en este poema puertas que conservan su poder de evocación, aunque ya no sea capaz de abrirlas; naipes que jugué y perdí a propósito para ganar a éste que soy ahora, para bien y para mal.

Se trata de un poema de largo aliento (aunque a menudo decaiga por fatiga). En un principio estuvo planeado en varias partes en las que intervinieran distintos personajes: la Fortuna, la Suerte, el Mundo y el personaje central: el Rey de Corazones Negros, con su peculiar modo de expresarse. El monólogo del Rey en su locura es el fragmento que presento. El poema completo no tiene título. Se aceptan sugerencias.


Monólogo del Rey (locura)

No. Mil veces no.
Déjense de discursos.

He dicho que me deis un árbol
para tallar mi amargura con forma de laúd.
Un árbol.
La madera convertida en prisión,
Amorosa, estrecha, resonante,
para guardar las líneas de mis manos.

¡Aprisa, también una cuerda!
Dócil al soplo del viento,
Vibrante y dispuesta a oscilar de un lado a otro,
suavemente, sin crujir.
Una cuerda para tañer mi cuerpo igual que una bandurria,
con la única tonada que sabe de memoria,
esa canción que comienza con un temblor de manos...
Mi cuerpo bien guardado en el cajón estentóreo de mi árbol,
mi hermoso árbol...

Dos. Tres. Dadme todas las gargantas del mundo,
que recogeré yo para nunca todo vuestro silencio,
la esmerada penumbra donde guardáis el cáliz del deber.
¡Un árbol!

Facilitadme una soga y antes que os deis cuenta
tendréis un hermoso nudo al cuello y una multitud
vociferando, enardecida, vuestro desencanto.

Soy el Rey de Corazones Negros,
el que lleva en lugar de corona un puño en llamas,
un nudo desangrado en vez de corazón.

El temeroso, el temible ladrón de flores,
asesino de sombras en noches en que nadie guardó recuerdo.
(Aún me estremecen esas canciones
que los ahogados hacen rodar
al fondo de su estremecimiento,
de su dolor, bajo el yugo de la asfixia,
en el sedimento de sí mismos,
ese canto como un sollozo en alas de la noche).

Baste decir que almuerzo día con día
en el jardín violento de la suerte
y que yo os leeré la vuestra.

Denme antes sus manos.

No.
La siniestra.
Para decir lo que yo os diré
la diestra resulta demasiado torpe:
los corazones serán siempre más tristes
que un mundo gobernado por la tiranía de Fortuna.

Olvidad las manos.
Diré lo que he leído en vuestros ojos:

Lanzas rotas contra imaginarios molinos.
Golondrinas que yacen muertas antes de llegar el verano.
Millones de pechos urgidos de una bala,
Un último sueño que no visteis florecer.
Mísero espasmo hundido en el alma del Trébol Mudo.
Veinte cuerpos que no acariciasteis.
Las dos caras de moneda que dictó vuestro convencimiento:
el rostro doble de la verdad a cara o cruz.
Flores sobre tumbas inscritas por un nombre que os duele.
Hordas de hormigas haciendo su implacable labor,
devorando vuestra carne.
Esa canción que no acertáis a recordar en medio del insomnio más sórdido, y que hiere hasta la más fértil esperanza y golpea incesante sobre el sillón de vuestro aburrimiento, el sillón que no se pregunta jamás nada.
Esa canción...

Y el fuego,
esa maldición en manos de un vil gobernante.
Vela que se niega a apagarse pese a todo,
y que ya no es.
Y arde sin embargo.
Como Troya,
memoria infausta,
aquel barco donde los locos gritaron
una palabra que ya nadie recuerda.

Soy el Rey de Corazones Negros.
Antes de mí nadie lloró,
nadie sostuvo cruentas batallas con el invencible Destino,
siniestro y terrible como el polvo,
el mismo que crece enredado
a la espalda de los cementerios,
en las costillas de todos los nombres
ya para nunca pronunciados...

Porque antes de mí nada hubo,
sino un cataclismo de desesperanza,
andamios donde el caos roía su infinita venganza,
erigiendo, piedra por piedra, su torre interminable,
y derrumbándola en cada amanecer.
Un solo golpe de hastío sobre los ojos,
esos párpados dolientes
y aquel silencio que invocaban.
El Caos...

He aquí que soy el trueno retumbando en los oídos,
de uno a otro lado, como aullido de perro a medianoche;
vuestras palabras de tranquilidad a la aurora;
la candidez de preguntarse por qué,
por qué precisamente yo.
Esta sintaxis impenetrable a la que dais por fácil.

Cabalgué todos los siglos montado en la vergüenza,
dormí en el estupor, solo, noche tras noche.
Roí, fui una rata, inventé el abismo,
el increíble vacío de los sueños.
Llegue hasta aquí, fui ustedes, los que fuisteis, los que sois.

He sido todos.
Nadie.
Soy legión.

¿Y dónde, decid, escuchasteis el nombre que me pertenecía?
¿Cuál silencio reveló mi degüello en la oscuridad?

No hubierais podido saberlo.
Estabais todos al cabo de la calle.

Mas he aquí que levanto mi historia
como un faro en llamas,
un crucifijo inútil flotando en la tempestad.
Ésta es mi leyenda,
la historia de mis días inútiles sobre la tierra,
mi procesión de ángeles en el coro de la muerte,
mi reinado de fantasmagoría,
la fiebre milenaria del cadalso:

Yo soy el testigo, el acusador, y es éste mi falso testimonio,
el único que podría ser verdadero
pues sólo tejiendo la mentira
podría contaros la siniestra verdad,
el terror que habito, mi morada,
la sombra suicida al fondo del abismo.

Yo soy todo eso.
Y todo es nada en este reino.

No obstante,
yo puedo salvar la Historia,
sorda como un desierto donde el alma florece
abandonada al sueño, al gemido,
la sierpe de la devastación;
el espacio donde mi torpe ficción se quema,
como un arbusto inflamado de pronto
acometiendo el cortocircuito de la sangre.

Soy una vela encendida en la hoguera para nadie.
Y por nada.

Me habéis vuelto soberano.
Recuerdo aún la hora en que invadimos el palacio del Asesinado,
los gritos de pánico al amanecer,
mi unción oscura,
bajo el sello de la exclamación y el absurdo.

Soy el rey.
Debo cubrir ahora vuestra huida,
obsequiar el pretexto;
la anunciación y el odio;
ser el cómplice ofrecido en el cataclismo de la historia,
mentira que a propósito os pierde
entre una montaña de papel a la que más tarde,
por supuesto, prenderéis fuego.

Nada temáis,
yo mismo trazaré la ruta de escape:
el vértigo, la muerte, el insomnio.

Para eso me eligieron.

Seré por fin el necesario descarrilamiento
que penetra en el comienzo del fin,
la madrugada antes de anunciar el sol,
otra vez limpio, del Punto Final.

Si el árbol de la medianoche se incendia,
¿quién os culparía?
¿Quién dirá que fue suyo el desprecio
con que arrastraron mi cadáver,
el mismo que guió mis manos en la densa noche?
¿Quién?

Yo encarnaré esa voluntad oscura oculta en toda mano,
en cada uno de esos mutismos que lleváis por rostros.
Porque nada hay que decir.
Nada ha sido dicho ni podrá decirse.

Ya lo advertís:
seré vuestra avanzada en medio de los siglos
asco tremendo zambullendo hartazgos
en la alcantarilla que el alma nuestra
llenará a fuerza de tan vacía;
girasoles tontos siguiendo el cauce de los astros,
vida donde el estupor fue un aullido de tren
que ensucia indignamente el talle de la madrugada,
sin nada que decir,
nada que agregar al entumecimiento de las horas;
salvo ese naufragio de pesadilla que ondea en la alta noche,
oscura savia que os dispensa de una fe
tan parecida a la muerte.

Yo me ofrezco a palidecer por vosotros.
A sangrar por vosotros.
Por vosotros morir
Pudrirme por vosotros.
A lloraros y llorarme largamente...

Una cuerda. Un árbol.
No pido mucho.

Seré acaso el ángel portador del mensaje roto
el ciego testigo penetrando en la noche sin saberlo,
el crononauta, el relator de la última venganza,
la mano asesina, el testigo pagado para decir
una verdad nunca vista,
pero verdad al fin.
La habéis sentido, no queráis engañarme.
Moneda a moneda habéis convertido
en vuestro ese argumento.
Cundió la murmuración, el supuesto,
la sospecha de ser apenas la ecuación fallida
en el cuaderno del Astrónomo.

Sustentasteis una verdad sin pruebas.
Con esmero encuadernasteis las mejores evidencias.
Les prendieron fuego algunas veces,
visteis crecer las llamas,
oísteis crepitar esas páginas tan bien hechas,
tan enormes,
bellas, bellas,
inefablemente bellas.

Y en este punto os interrumpisteis para apagar
vuestro pequeño incendio y rescatar vuestras letras,
las geniales palabras a punto de consumirse por su obra.
¡Oh, Universales Obradores!
¡Oh, Inmensos Defecantes!
¡Deyectantes de toda noble conspiración!

Entonces comprendisteis.
El engranaje demente del reloj
obligó a sonar la hora en punto:
Había llegado el tiempo de la conmoción y el desamparo.
Era el momento de llorar por la locura pasajera;
por el romanticismo de las páginas ardiendo,
el arrepentimiento, la pesadumbre, la debilidad, el mundo...
Todo.

Y todo ardiendo.

Hasta llegar a un gesto como éste,
ensayadamente contrito,
porque éste y no otro era el propósito:
comprobar una vez más el gesto de contrición
frente al espejo del Conocimiento y la Belleza.

Más tarde os abrigasteis de orgullo,
hinchasteis las palabras que relataron la Tragedia,
a la que disteis apodo y nombre.
Creasteis divisas y las hicieron causa de banderas,
finalmente orgullosos.

¿Querían más?

Yo soy vuestro testigo,
la enfermedad propagada,
el mártir ciego y enmudecido a golpes,
la defensa alcoholizada.

Erigidse en fiscal.
Unid al mundo en contra mía.
Seré yo mi defensor borracho,
mal pagado,
la prueba suficiente,
el Crimen comprobado.

Porque soy la moneda de delación
que sobre la cuesta del mundo echasteis a rodar;
multiplicada sospecha de haber escapado
del manicomio abarrotado del amanecer,
palidez que hunde el clavo en el madero,
pura sensiblería dolorosa de cruz que agoniza,
la ofrenda a la turba, autosatisfecha y engañada.
Un réquiem por los vivos en la voz de un muerto.

Seré lo que queráis.
Pero dadme, por Dios, por el Diablo, un árbol.
Sembradlo siquiera.
Para algún día.

Soy el rey de corazones negros,
vuestro servil monarca.
Me habéis reconocido. No digáis que no.
He de guiaros en la batalla invencible.
Cargaré vuestra certeza de ser apenas algo más
que un gemido recorriendo el hospital de mis palabras.
Lanza que rompe el escudo de la suerte.
Adarga mutilada, cueva rota,
un cero a la izquiera de vuestro desencanto.

Seré yo quien colonice la última oración,
la única que tal vez serviría de algo
si pudierais pronunciarla.
Y lo haréis.
Yo, el Rey de Corazones Negros,
el Mártir, el Verdugo, el que hiende su espada en la Derrota,
éste, el Oscuro, vuestro soberano...
Yo
lo prometo:
Escupirán lo indecible.

Aunque traten de engañarme,
la suerte,
sobre la mesa,
ya está echada.

Y ahora abandonáis la partida;
mas lo habéis visto:
es vuestro hermano quien está en la horca,
el pobre y trémulo Manolo que llegó al horno
buscando pan y encontró cenizas,
como antes otro, por fortuna, llegó al mar
y encontró de sal las ruinas,
siglos de agua surcada y consumada,
historias urdidas para gloria de quién.

Ya lo sabíais,
y aun así conseguís llorar
y sois las víctimas.
Pero aunque tiemble con vergüenza en vuestras manos
el fantasma de la piedra que arrojasteis,
hirvieron todos los ojos poseídos de inaudita furia
el día sombrío de la Ejecución.

Su cuerpo pende ahora de un sueño
que acaso habéis olvidado.

Y aun así seguís llorando.

Ya podéis dormir tranquilos.
Parias.

Sueño –y he soñado–, con la vida, la vigilia,
la tempestad floreciente del océano.
No he sabido vivir.
¿Quién apuesta a que sabré encontrar hoy la muerte sin espasmo?

...
¿A quién engaño?
Nada ha de apresurar El Momento,
la vorágine en que caeremos víctimas del hechizo
esta rueda de Fortuna de aquél y este discurso,
comprensiblemente en blanco.
Soy yo quien desea terminar con esta farsa,
el único que ha extraviado acaso su libreto
y la mano en que guardé esas líneas.

Ya lo dije:
Soy yo quien dicta esta canción desconsoladamente a solas.
El descarriado, el imbécil, el cómplice,

el descreído, el sordo, ruin canalla.
Yo: insustancial, soberbio, adjetivo, mentiroso...

Yo.

Soy el Ruin de Corazones Negros.
El Postergado y Último Viandante
en el convivio de la Pesadilla y la Miseria.

Me han escuchado, me doy cuenta.

(Al fondo del salón, el claro metal
roe impaciente la rueda de piedra
de afilar el hacha.

Un verdugo sonríe).

miércoles, octubre 04, 2006

Uvas para Ev

Ella dijo:

– Si pusiera una uva junto a mi pezón, ¿qué morderías primero?
– ¿Cuál de los dos: el izquierdo o el derecho?
– ¿Importa?
– No, pero quiero saber.
– El izquierdo, pero sin corazón debajo, nene. No te hagas ilusiones
– Qué más da. Muerdo los tres: tu pezón, la uva, los dedos con que la sostienes. El jugo de uva moja tu pecho al morder la fruta y yo libo, sorbo, succiono, bebo de ti, cada vez con más ganas, ansioso, feliz, perdido. Manipulo con la lengua el trozo de cáscara que aún queda y lo rozo entusiasmado contra esa parte de tu piel enhiesta ahora. Te dirijo una mirada furtiva y me la devuelves divertida. Me guiñas el ojo derecho con malicia. Sé que te encanta ver lo que hago con tus niñas, y más cuando hay uvas ahí en medio. Un instante, puedo jurarlo, te amo por ese gesto, nada más que el tiempo necesario en que tú me has permitido amarte y perderte de nuevo, un tiempo más breve acaso de lo que habría yo deseado.
»Me llevo a la boca el cascarón de uva impregnado de saliva mía y alguna parte tuya, del sabor de tu pezón izquierdo, para darte un beso muy, pero que MUY tardado. Ahora te enteras de algo de ti que hace dos minutos no sabías. ¿A qué sabe tu pezón izquierdo cuando lo bañas con jugo de uva y de mis labios?»
–...
–...
– Ahora ya lo sabes.
– Ya. ¿Cogemos?

– Bueno.

lunes, septiembre 25, 2006

Poetas Border

El poeta es un outsider, un paria, un desterrado. Su patria es un cigarro, dos amigos, una taza, tres resentimientos, la culpa, el amor, todas las mujeres y todos los hombres. A veces más, por supuesto. Como sea, es un disidente fervoroso, astuto y suspicaz, de la raza humana. Confía en el destino y a su arbitrio lo abandona todo. Sabe que nada ocurre por casualidad, aunque nada tenga sentido. Anda siempre con los bolsillos repletos de papeles, emborronadas servilletas que no aciertan a dar con el paradero de uno u otro fantasma o paranoia con quien mantiene correspondencia; siempre maldiciendo y recontando una a una sus palabras, como si temiera perderlas en el bus, los restaurantes, las cantinas... En suma, un supersticioso. Un supersticioso poco amable y completamente endiablado, si me lo preguntan.
No tiene lugar. Su lugar es el mundo. Tiene un asiento que lo espera en todas partes, pero siempre lo haya ocupado, lejano del sitio de su gusto, o no lo encuentra. Se forma en la fila equivocada; extravía los documentos importantes; jamás carga un paraguas, y cuando lo hace no es aún la temporada. Deja para mañana lo que puede hacer hoy.
Es un ser horrible, quería decir, dislocado y sentimental; pierde la razón tan pronto como empieza a recitar versos no recuerda ya de quién. Canta en la calle con inmoderado volumen, persigue chicas o chicos, según el caso; se mete en los bares, se ensucia y contamina de todo y por cualquier cosa. En general, está mejor no estando. Y lo sabe, pero nada puede hacer por evitarlo. Él está, aunque nadie, ni él mismo, quiera. Y así va por la vida. Imposibilidad a pie contradiciendo lo posible.

Ésta es la casa del dolor, del miedo. Aquí, un espejo retrata espectros que entre fragores y alarmas, se meten en las fotografías para recobrar al mundo en una mirada. Casa donde los únicos huéspedes son las pesadillas, los resentimientos. En todos sus cuartos el Infierno se haya distribuido equitativamente… Aquí vivo yo, leyendo las siete vidas de los gatos en los ojos de la que amo.

Así dice Luis Ferrer, quien –claro– debiera hacer más por sí mismo. El problema es que no puede: es incapaz de traicionarse, de hacer nada que no sea verdadero, exceptuando el amor, por supuesto. Noqueador auténtico, idealista soldado infamado de verdades. O ficciones que lo parecen. Así es él. Y el mundo, ya lo sabemos, está hecho de mentiras.
Luis vive extraviándose, perdiéndose a cada paso; interesado siempre en aquello que no le interesa: postergado que llora y ríe su transcurrir de la forma más extraña, y todo al mismo tiempo. Todo.
A Luis, mi amigo –ese náufrago irredento que me desespera tanto–, le da a veces por buscar una rara especie de insecto que ha de salvarlo de sí mismo. Una araña imposible que llore por él lo que desde ya carece de remedio. No hay pena que sirva, explicación que convenza. Y así se lamenta:

Vine aquí porque siempre quise tener una araña que supiese llorar. De niño me gustaba pensar que algún día me marcharía a cazar ballenas a bordo de un gran navío pirata. Casi podía oler la sangre desparramada sobre espumas a discreción, los arpones indispuestos a anularle el dolor a las olas.
No sin amargura, en ciertas tardes de sol evocaba muchachas cuyo suicidio había sido conveniente porque nadie las vio desnudas. Y mientras los cetáceos coleaban contra la embarcación y hacían presentir la inminencia del naufragio, yo echaba de menos el día en que de la mano de la abuela fui a conocer el mar, y por su turbulencia supe lo que más habría de amar en una mujer
Si las aguas me llegaban al cuello, mi madre interrumpía las navegaciones y me curaba el llanto. Enterada de mis obsesiones marinas, advertía la mejor forma de evitar un desastre: poseer siempre una araña que supiese llorar.
Para mi mala fortuna, en el lugar donde yo vivía, nadie sabía de esa rara especie de araña. Por eso vine aquí, a esta olvidada sentina que ignora la dicha desde los tiempos de la primera luz. Estoy seguro que el día menos pensado al fin la encontraré.

El poeta, casi siempre, es un desdichado; a veces un estereotipo que entra y sale a conveniencia del odio y del cariño; una mala inversión, un desfalco, un tren descarrilado que pese a todo llega puntualmente a su destino; un heraldo terrible, un dolor crudo, un malparido. Vino mal al mundo, y mal y peor conoció el vino, las drogas, las pasiones. Se cansa, además, de ser lo que tristemente es ya de por sí.
Dice Borges que hay que nacer pirata, poeta o ventrílocuo. Lo demás es puro accidente. Pues bien, si el poeta nace en vez de hacerse –falla de origen que viene al mundo con el más ridículo sentido práctico–, habría de nacer, por fuerza, imbécil. Pero no es así: conoce casi todo por primera y última vez, y mejor casi siempre que cualquiera. A él le son revelados cierta clase de secretos, algunos suyos, la mayor parte ajenos, pero ambos exigiendo que diga siempre algo más que lo necesario, de uno u otro modo.
Cómo no habría de irrumpir poeta, si demasiado pronto conoce la imposibilidad de ser considerado igual entre quienes, se supone, son sus iguales. Porque siempre es distinto, no mejor, sólo distinto. Se maldice por su inevitable, oscura gracia no reclamada de improvisar la tierra, el mar, el aire y sus creaturas, bestias imaginarias que no asustan, dragones enfermos de ternura, estupidez y cosas peores. Ésas que ya todos adivinan, la misma cosa siempre repetida.
Así Iván Garzón, mi hermano lobo, mi espejo, mi nostalgia, mi versión traspapelada y mejor de aquel que una vez fui, en Chiapas, cuando escribió Shahima.

Hace tanto que no eres nada Shahima
Hace tanto que no existo por tu culpa
¿Es que acaso fuiste mi voz extraviada
Mi plegaria en la locura?
Porque si es así:
¡Maldito sea en la madriguera de mi engaño!
Pero si no entonces te desafío a que renazca tu voz
Y que tu voz se convierta en cuerpo
Y en sangre como la mía
Verás que no es fácil pertenecer a este retrato
A este guión de polichinelas
En que las nubes temen moverse por sí mismas
Aguardando el alambre divino
Que también mueve mi propio cuerpo...


Ignoro por completo si en todo tiempo, o sólo éste en que decaigo, el poeta correspondió a la idea o retrato más bien impresionista que he narrado. Lo cierto es que inútiles murientes, poetas de este siglo, amigos y enemigos; funámbulos felices que viven infelices sobre la cola del tigre, del Demonio, del tiempo aparentemente interminable de la Historia, o viceversa; todos aquellos a quienes por azar conocí y desconocí –tal vez secuestrado por el engaño–, yo mismo, somos una generación de desesperados. Siempre a un paso de la indigencia; a un solo paso de mandar al carajo la inutilidad de nuestros días, y cuántas ganas y por qué tarda tanto esta película y qué miseria y cuánto vacío y para qué. Amén. A un solo paso, explicaba, de convertirnos en los inútiles graciosos trágicos del mundo, como siempre se predijo. A un paso nomás de subirnos al ring con Dios y con el Diablo y verles, al fin, la cara de imbéciles que seguro han de tener.
Créanme. Hay todavía poetas que sueñan con la Edad Media. Afilan en secreto y con paciencia los cuchillos de cocina por la madrugada, esperando el tiempo de la venganza. Hay, incluso, alguno que sonríe gracioso al vecino cada mañana cuando lo ve pasar, pero guarda un revólver cargado y engrasado en la congeladora, por si cualquier noche los hielos se terminan o una mañana despierta sin ganas de ser amable.
Los poetas no encuentran, hoy, lugar en el mundo. El planeta no es tan grande como usualmente se cree, y ningún banco –lo sabemos– abre crédito a sujetos así para que construya una casa. Pero eso no es todo. Las parejas ocasionalmente deseadas, si no han enloquecido, los evitan. Cierran las puertas de casi todo bar; les niegan tres veces tres la entrada a casas honorables y no tanto; caen mal si cayeron, y si se levantan los vuelven a hacer caer; pierden la cuenta de los tragos camino del cuarto de baño y se enganchan a cuanta droga se atraviesa en el camino.
Creo que ya ninguno espera nada, pero lo mismo, siguen persistiendo.
Una palabra y otra, y otra más, hay que decirlo, los poetas van perdiendo la batalla. No ganarán nunca. Porque nada hay que se conquiste sin pérdida importante. Además, y por último, convendría preguntarse: ¿acaso hay algo que ganar? Lo dice mejor Cioran, quien opina que la primera cuestión que toda filosofía debiera indagar, antes de todo lo demás, es si la vida tiene sentido. Si la respuesta es negativa, el resto, amigos, en poquísimas palabras, vale para maldita la cosa. ¿Tiene sentido? ¿La poesía, como acto vital, tiene sentido? Tal vez no, pero qué importa.
Que alguien, por favor, me diga qué cosa de todo este mal rollo de vivir SÍ IMPORTA.
Bueno, sí, tal vez conducir a más de doscientos un Mustang amarillo, asientos de piel negros, atropellar en la carrera a veinte o más políticos (mínimo veinte, aclaro, por si alguno decide intentarlo –qué le cuesta– nos libre al menos de veinte), y lanzarse por un acantilado de algo más de dos kilómetros (y eso suponiendo que exista alguno tan alto), mientras fumas el último cigarro de la cajetilla y contemplas el sol cayendo en el horizonte, el tumultuoso mar revolviéndose contra sí mismo en la distancia, destellando frente a ti en la caída, antes de morir el día, tú mismo. El mar primigenio como última visión. Gris. Monstruoso. Imposible... Tal vez eso.
En fin, antes de esa (para mí) hermosa visión que se traslapó al texto, intentaba decir que la poesía es una enfermedad larga y deletérea, cuya descendencia no acaba nunca de decir que ai muere. Aunque a casi nadie le interese.
Parafraseando a Cortázar (El suicidio de las gotas) y a Donoso (El obsceno pájaro de la noche), aquí termino: Adiós poesía; que te vaya bien; no bebás ni fumís; no te portés mal; no te metás drogas; no soñés, no llorés; ya está bien; adiós, adiós, adiós.