jueves, diciembre 07, 2006

Desesperados

Para Iván

I
Es curiosa la vida. Antes o después, se sueña con ser algo, ser alguien; intenta algunas cosas, deshecha las más, y un día, de pronto, uno sabe que ha llegado a algún lado, para bien o mal, e ignoro aún si importa cómo.
Bienaventurado aquel que no se perdió después de mil intentos; aquel que logró ser quien soñó o está en vías de; y bienaventurado aquel que soñó menos de lo que fue, y también quien no soñó y sabe, sin embargo, quién es y a dónde va a llegar.
Quienes ya no somos tan jóvenes y tampoco nos hallamos en ninguno de esos casos, sabemos que el futuro es un sueño que afrontamos con miedo o, tal vez peor, para algunos, a quienes finalmente ha dejado de importarles. Y eso, desconozco por qué, da valor o trae consuelo de algún modo, aunque es el más triste de los bálsamos, hay que decirlo. Y, para aquellos valientes que pretendan algo mejor o tengan un par de respuestas bonitas bajo la manga (junto con cinco ases), quiero decirlo: hablo por mí y unos cuantos; allá ustedes, en todo caso.
Yo no sé qué pasa –casi nunca tengo la menor idea de nada, ya lo he dicho antes–, pero la mayor parte de quienes conforman el mundo de mis amigos y me han acompañado en este mal rollo de crecer, pertenecemos, casi todos, a una generación de desesperados. Intentamos hacer bien las cosas, no corrompernos, nunca pedir ni cobrar favores, llorar y reír siempre en serio, y siempre bien; y hasta hoy y hasta donde sé, ninguno siquiera ha visto de cerca la coraza de aquello que una vez llamamos Nuestro Sueño.
Será, quizá, que creímos demasiado a pie juntillas en una isla que antaño se llamó Utopía y que alguien incendió cuando todavía ni nacía esa generación de que hablo en este momento, cuando el siglo XXI abre el feroz hocico; o fue tal vez que ni familia ni amigos estrecharon lazos con mundos que pudieran alguna vez darnos abrigo; o que rechazamos toda ayuda que no proviniera de nosotros; o exageramos la importancia del dinero; o, como Camus predijo, se acabaron las ideologías y no supimos inventar un mundo diferente. No lo sé. Lo cierto es que no nos faltó osadía, no siempre, y aun así no hemos llegado muy lejos.
Oh, Señor, tú desplumas abrasando, escribió alguna vez Eliot, según no recuerdo qué traducción alguna vez leída. Y henos aquí: bípedos pensantes y desplumados a la brasa, perdidos y sumamente encabronados; ah, y claro, con ganas de tirar la mesa sobre la cara del jugador de enfrente, gritando, cuchillo en mano, que fue trampa: ¡Vas a morir, perro! Y el público que ríe y ríe y sigue y seguirá riendo.
Canallas...
Y ya nadie nos cree.

II
Me habría gustado ser muchas cosas: torero, boxeador, chef, cineasta, piloto de aviones o de autos –creo que para eso último poseo todavía alguna aptitud (y quien no me crea, présteme su coche, si se anima)–, bandido de vieja escuela de película, contrabandista y músico. Pero me faltó talento para todo y, otras veces, también, ambición o dinero.
A cambio, fui obrero, comerciante de embutidos, asistente de químicos farmacobiólogos, mesero, editor, cantante, reportero, profesor y bibliotecario... ah sí, y corrector de estilo (para otros, porque para mí soy francamente el peor: un corrector es casi ciego cuando se trata de las erratas propias).
Con todo, no he logrado ni media mitad de un retazo de lo que deseé. Cuando era buen estudiante y deportista, me volqué en el ajedrez; después, cuando ya casi estaba en vías de ser mejor ajedrecista que estudiante, llegaron los vicios; más tarde fueron las letras quienes me sedujeron las infames y, por último, dejé de jugar en serio con las palabras para infidelizarlas con la vida. Hoy ya no sé ni quién soy o fui: sé, eso sí, que vienen más mujeres (una al menos, quiero suponer), peores letras, más peleas de bar y calle, otra de tantas malas cuadraturas de borracho que quiere cantar, más gatos negros que atraviesan la calle a la hora más inoportuna, y espejos que se rompen contra mí cuando ya no espero nada.
Haga lo que haga, debo reconocer que en todo camino me extravié. Soy el desesperado, la palabra sin ecos, el que lo perdió todo, y el que todo lo tuvo, escribió alguna vez el joven Neruda. Y para peor, el amor es hoy un sostén que se arranca mecánicamente cada jueves por la tarde; un nombre guardado en un papel bajo el bolsillo izquierdo; un dos, un ocho y luego un tres o un nueve, un número que ya no recuerdo. ¿Para qué tomé el teléfono? ¿Qué decía?
Y así es como he trazado siempre los renglones en blanco de la pérdida.

III
Hace un par de horas escuché en un disco una canción que al final resumía esto: “Cuando yo nací este mundo ya era una prisión”. Al respecto, opino lo mismo que mi hermano lobo: a mí ni me pregunten; el mundo ya estaba bastante deteriorado cuando aparecí por aquí, apenas como extra, dice él a grandes rasgos.
Y no diré menos (¡no me vas a limitar, doctor!): Quiero que el mundo se vaya al carajo de un tirón, y no esa mariconada del poco a poco y ya merito. Quiero hundir bien hondo el puño en el rostro de la Fe; gritar en serio: muérete prójimo; no me importa, viva el individualismo, al coño la humanidad, runrún, ya me encarreré, estamos jodidos, piérdanse todos, tú también, corazón de mierda, sí, mis dos corazones. Ya mismo.
La desesperación es un juguete infame. Y parece que el mundo sólo nos da caramelos y juguetes, y todos de fantasmagoría.

IV
No soy bueno, pero tampoco el peor de todos, y quizá me convendría. El caso es que soy débil y mi rencor flaquea. ¿Leyeron alguna vez Mafalda? En una de sus tiras, dice más o menos el enamorado, tormentoso Felipe: Soy tan débil, tan débil, que hasta mis debilidades son más fuertes que yo. Pues lo mismo.
A veces me da por la esperanza. Imagino que finalmente sí me gusta vivir y que no sigo aquí sólo para ver qué pasa. Me da por creer que aún hay vidas posibles que inventar y que quizá me mude a alguna. Pienso que puedo cambiar, que sólo haría falta el combustible adecuado, el amor, el aire limpio, montañas, un trigal, veintisiete lagos, una cama menos inhóspita, algo así, cosas que seguro aprendí en un balneario o dos o tres películas de calidad miscelánea.
Sin embargo, si hubiera en la verdad un sitio para tal cosa, si de veras lo creyera y fuera posible (la esperanza dispone de tantos terrenos baldíos), aun así seguiría pensando mal del mundo, por lo menos tal como es. Una golondrina no hace verano. Y hasta donde sé, el buen tiempo no perdura.
Para aquellos que piensan que todo se trata de pensar “positivamente” y “echarle ganas” y dormir y soñar a las horas debidas, quisiera recordarles que la historia humana no huele precisamente a rosas; hay sangre y cráneos bajo nuestros pasos, y también bajo la carne propia. O dicho de un modo que corresponda a mi natural vocación de buscapleitos: ¿Qué van a decirme? ¿Que vuelva a empezar? ¿Qué tuve mala suerte? ¿Qué he sido un pesimista, un misántropo, un jodido, un imbécil que, además de Cervantes, sólo aprendió las letras con que se escribía i-m-b-é-c-i-l? ¿Que no me importa el país, el mundo ni la humanidad y que soy igual o peor que casi todos de quienes me he mofado? ¿Que el mundo puede aún reírse y yo también, y que la Virgen no me habla? ¿Que me alimento de cadáveres y que además me gusta? ¿Que tampoco tuve talento siquiera para expresar aquello que quería (y tampoco era mucho, y eso se los digo yo)? ¿Que no sé ni preguntar? Se los concedo. Pero díganme una cosa: ¿De verdad están contentos con la forma en consiguieron ganarse la vida, sus posesiones, sus deseos, sus preguntas?
Y cuestiono eso sin mala intención, más bien por lo mismo que dije antes: de verdad, quienes no estamos bien en mi generación no es debido únicamente a nosotros. No sé explicar cómo sucedió, ni hablo sólo por rencor personal o por lo que yo mismo creo de mí, pero a donde quiera que voltee a ver, sólo encuentro caída. Y entonces me nace una tristeza de no sé dónde y va creciendo y me llega la noche y me inunda y ya no sé qué pensar y crispo los puños desde mi azotea y veo la ciudad y me acuerdo de quienes quiero e imagino que por ahí deben andar muchos a los que también quiero de algún modo sin conocerlos y siento que los nudillos están a punto de arrancarme la piel y los aflojo de a poquito hasta que abro las manos y me las llevo al rostro y no sé por qué pero de verdad lloro. No soy ningún cobarde, tal vez sí demasiado sentimental, pero así siento cuando pienso en toda esa gente amiga que forma parte de lo que esta noche llamo, hinchado de rabia, Mi Generación.

jueves, octubre 19, 2006

Rey de Corazones Negros

En vista del pasmo mental en que me ha hundido el último par de semanas, tuve que recurrir a la infamia de saquear el polvo, la herrumbre, la materia enferma de mis pesadillas en otro tiempo aunque no menos siniestro, sí más alcohólico que éste en el que escribo.

Probablemente, no quede mucho de aquello; y sin embargo, hay todavía para mí en este poema puertas que conservan su poder de evocación, aunque ya no sea capaz de abrirlas; naipes que jugué y perdí a propósito para ganar a éste que soy ahora, para bien y para mal.

Se trata de un poema de largo aliento (aunque a menudo decaiga por fatiga). En un principio estuvo planeado en varias partes en las que intervinieran distintos personajes: la Fortuna, la Suerte, el Mundo y el personaje central: el Rey de Corazones Negros, con su peculiar modo de expresarse. El monólogo del Rey en su locura es el fragmento que presento. El poema completo no tiene título. Se aceptan sugerencias.


Monólogo del Rey (locura)

No. Mil veces no.
Déjense de discursos.

He dicho que me deis un árbol
para tallar mi amargura con forma de laúd.
Un árbol.
La madera convertida en prisión,
Amorosa, estrecha, resonante,
para guardar las líneas de mis manos.

¡Aprisa, también una cuerda!
Dócil al soplo del viento,
Vibrante y dispuesta a oscilar de un lado a otro,
suavemente, sin crujir.
Una cuerda para tañer mi cuerpo igual que una bandurria,
con la única tonada que sabe de memoria,
esa canción que comienza con un temblor de manos...
Mi cuerpo bien guardado en el cajón estentóreo de mi árbol,
mi hermoso árbol...

Dos. Tres. Dadme todas las gargantas del mundo,
que recogeré yo para nunca todo vuestro silencio,
la esmerada penumbra donde guardáis el cáliz del deber.
¡Un árbol!

Facilitadme una soga y antes que os deis cuenta
tendréis un hermoso nudo al cuello y una multitud
vociferando, enardecida, vuestro desencanto.

Soy el Rey de Corazones Negros,
el que lleva en lugar de corona un puño en llamas,
un nudo desangrado en vez de corazón.

El temeroso, el temible ladrón de flores,
asesino de sombras en noches en que nadie guardó recuerdo.
(Aún me estremecen esas canciones
que los ahogados hacen rodar
al fondo de su estremecimiento,
de su dolor, bajo el yugo de la asfixia,
en el sedimento de sí mismos,
ese canto como un sollozo en alas de la noche).

Baste decir que almuerzo día con día
en el jardín violento de la suerte
y que yo os leeré la vuestra.

Denme antes sus manos.

No.
La siniestra.
Para decir lo que yo os diré
la diestra resulta demasiado torpe:
los corazones serán siempre más tristes
que un mundo gobernado por la tiranía de Fortuna.

Olvidad las manos.
Diré lo que he leído en vuestros ojos:

Lanzas rotas contra imaginarios molinos.
Golondrinas que yacen muertas antes de llegar el verano.
Millones de pechos urgidos de una bala,
Un último sueño que no visteis florecer.
Mísero espasmo hundido en el alma del Trébol Mudo.
Veinte cuerpos que no acariciasteis.
Las dos caras de moneda que dictó vuestro convencimiento:
el rostro doble de la verdad a cara o cruz.
Flores sobre tumbas inscritas por un nombre que os duele.
Hordas de hormigas haciendo su implacable labor,
devorando vuestra carne.
Esa canción que no acertáis a recordar en medio del insomnio más sórdido, y que hiere hasta la más fértil esperanza y golpea incesante sobre el sillón de vuestro aburrimiento, el sillón que no se pregunta jamás nada.
Esa canción...

Y el fuego,
esa maldición en manos de un vil gobernante.
Vela que se niega a apagarse pese a todo,
y que ya no es.
Y arde sin embargo.
Como Troya,
memoria infausta,
aquel barco donde los locos gritaron
una palabra que ya nadie recuerda.

Soy el Rey de Corazones Negros.
Antes de mí nadie lloró,
nadie sostuvo cruentas batallas con el invencible Destino,
siniestro y terrible como el polvo,
el mismo que crece enredado
a la espalda de los cementerios,
en las costillas de todos los nombres
ya para nunca pronunciados...

Porque antes de mí nada hubo,
sino un cataclismo de desesperanza,
andamios donde el caos roía su infinita venganza,
erigiendo, piedra por piedra, su torre interminable,
y derrumbándola en cada amanecer.
Un solo golpe de hastío sobre los ojos,
esos párpados dolientes
y aquel silencio que invocaban.
El Caos...

He aquí que soy el trueno retumbando en los oídos,
de uno a otro lado, como aullido de perro a medianoche;
vuestras palabras de tranquilidad a la aurora;
la candidez de preguntarse por qué,
por qué precisamente yo.
Esta sintaxis impenetrable a la que dais por fácil.

Cabalgué todos los siglos montado en la vergüenza,
dormí en el estupor, solo, noche tras noche.
Roí, fui una rata, inventé el abismo,
el increíble vacío de los sueños.
Llegue hasta aquí, fui ustedes, los que fuisteis, los que sois.

He sido todos.
Nadie.
Soy legión.

¿Y dónde, decid, escuchasteis el nombre que me pertenecía?
¿Cuál silencio reveló mi degüello en la oscuridad?

No hubierais podido saberlo.
Estabais todos al cabo de la calle.

Mas he aquí que levanto mi historia
como un faro en llamas,
un crucifijo inútil flotando en la tempestad.
Ésta es mi leyenda,
la historia de mis días inútiles sobre la tierra,
mi procesión de ángeles en el coro de la muerte,
mi reinado de fantasmagoría,
la fiebre milenaria del cadalso:

Yo soy el testigo, el acusador, y es éste mi falso testimonio,
el único que podría ser verdadero
pues sólo tejiendo la mentira
podría contaros la siniestra verdad,
el terror que habito, mi morada,
la sombra suicida al fondo del abismo.

Yo soy todo eso.
Y todo es nada en este reino.

No obstante,
yo puedo salvar la Historia,
sorda como un desierto donde el alma florece
abandonada al sueño, al gemido,
la sierpe de la devastación;
el espacio donde mi torpe ficción se quema,
como un arbusto inflamado de pronto
acometiendo el cortocircuito de la sangre.

Soy una vela encendida en la hoguera para nadie.
Y por nada.

Me habéis vuelto soberano.
Recuerdo aún la hora en que invadimos el palacio del Asesinado,
los gritos de pánico al amanecer,
mi unción oscura,
bajo el sello de la exclamación y el absurdo.

Soy el rey.
Debo cubrir ahora vuestra huida,
obsequiar el pretexto;
la anunciación y el odio;
ser el cómplice ofrecido en el cataclismo de la historia,
mentira que a propósito os pierde
entre una montaña de papel a la que más tarde,
por supuesto, prenderéis fuego.

Nada temáis,
yo mismo trazaré la ruta de escape:
el vértigo, la muerte, el insomnio.

Para eso me eligieron.

Seré por fin el necesario descarrilamiento
que penetra en el comienzo del fin,
la madrugada antes de anunciar el sol,
otra vez limpio, del Punto Final.

Si el árbol de la medianoche se incendia,
¿quién os culparía?
¿Quién dirá que fue suyo el desprecio
con que arrastraron mi cadáver,
el mismo que guió mis manos en la densa noche?
¿Quién?

Yo encarnaré esa voluntad oscura oculta en toda mano,
en cada uno de esos mutismos que lleváis por rostros.
Porque nada hay que decir.
Nada ha sido dicho ni podrá decirse.

Ya lo advertís:
seré vuestra avanzada en medio de los siglos
asco tremendo zambullendo hartazgos
en la alcantarilla que el alma nuestra
llenará a fuerza de tan vacía;
girasoles tontos siguiendo el cauce de los astros,
vida donde el estupor fue un aullido de tren
que ensucia indignamente el talle de la madrugada,
sin nada que decir,
nada que agregar al entumecimiento de las horas;
salvo ese naufragio de pesadilla que ondea en la alta noche,
oscura savia que os dispensa de una fe
tan parecida a la muerte.

Yo me ofrezco a palidecer por vosotros.
A sangrar por vosotros.
Por vosotros morir
Pudrirme por vosotros.
A lloraros y llorarme largamente...

Una cuerda. Un árbol.
No pido mucho.

Seré acaso el ángel portador del mensaje roto
el ciego testigo penetrando en la noche sin saberlo,
el crononauta, el relator de la última venganza,
la mano asesina, el testigo pagado para decir
una verdad nunca vista,
pero verdad al fin.
La habéis sentido, no queráis engañarme.
Moneda a moneda habéis convertido
en vuestro ese argumento.
Cundió la murmuración, el supuesto,
la sospecha de ser apenas la ecuación fallida
en el cuaderno del Astrónomo.

Sustentasteis una verdad sin pruebas.
Con esmero encuadernasteis las mejores evidencias.
Les prendieron fuego algunas veces,
visteis crecer las llamas,
oísteis crepitar esas páginas tan bien hechas,
tan enormes,
bellas, bellas,
inefablemente bellas.

Y en este punto os interrumpisteis para apagar
vuestro pequeño incendio y rescatar vuestras letras,
las geniales palabras a punto de consumirse por su obra.
¡Oh, Universales Obradores!
¡Oh, Inmensos Defecantes!
¡Deyectantes de toda noble conspiración!

Entonces comprendisteis.
El engranaje demente del reloj
obligó a sonar la hora en punto:
Había llegado el tiempo de la conmoción y el desamparo.
Era el momento de llorar por la locura pasajera;
por el romanticismo de las páginas ardiendo,
el arrepentimiento, la pesadumbre, la debilidad, el mundo...
Todo.

Y todo ardiendo.

Hasta llegar a un gesto como éste,
ensayadamente contrito,
porque éste y no otro era el propósito:
comprobar una vez más el gesto de contrición
frente al espejo del Conocimiento y la Belleza.

Más tarde os abrigasteis de orgullo,
hinchasteis las palabras que relataron la Tragedia,
a la que disteis apodo y nombre.
Creasteis divisas y las hicieron causa de banderas,
finalmente orgullosos.

¿Querían más?

Yo soy vuestro testigo,
la enfermedad propagada,
el mártir ciego y enmudecido a golpes,
la defensa alcoholizada.

Erigidse en fiscal.
Unid al mundo en contra mía.
Seré yo mi defensor borracho,
mal pagado,
la prueba suficiente,
el Crimen comprobado.

Porque soy la moneda de delación
que sobre la cuesta del mundo echasteis a rodar;
multiplicada sospecha de haber escapado
del manicomio abarrotado del amanecer,
palidez que hunde el clavo en el madero,
pura sensiblería dolorosa de cruz que agoniza,
la ofrenda a la turba, autosatisfecha y engañada.
Un réquiem por los vivos en la voz de un muerto.

Seré lo que queráis.
Pero dadme, por Dios, por el Diablo, un árbol.
Sembradlo siquiera.
Para algún día.

Soy el rey de corazones negros,
vuestro servil monarca.
Me habéis reconocido. No digáis que no.
He de guiaros en la batalla invencible.
Cargaré vuestra certeza de ser apenas algo más
que un gemido recorriendo el hospital de mis palabras.
Lanza que rompe el escudo de la suerte.
Adarga mutilada, cueva rota,
un cero a la izquiera de vuestro desencanto.

Seré yo quien colonice la última oración,
la única que tal vez serviría de algo
si pudierais pronunciarla.
Y lo haréis.
Yo, el Rey de Corazones Negros,
el Mártir, el Verdugo, el que hiende su espada en la Derrota,
éste, el Oscuro, vuestro soberano...
Yo
lo prometo:
Escupirán lo indecible.

Aunque traten de engañarme,
la suerte,
sobre la mesa,
ya está echada.

Y ahora abandonáis la partida;
mas lo habéis visto:
es vuestro hermano quien está en la horca,
el pobre y trémulo Manolo que llegó al horno
buscando pan y encontró cenizas,
como antes otro, por fortuna, llegó al mar
y encontró de sal las ruinas,
siglos de agua surcada y consumada,
historias urdidas para gloria de quién.

Ya lo sabíais,
y aun así conseguís llorar
y sois las víctimas.
Pero aunque tiemble con vergüenza en vuestras manos
el fantasma de la piedra que arrojasteis,
hirvieron todos los ojos poseídos de inaudita furia
el día sombrío de la Ejecución.

Su cuerpo pende ahora de un sueño
que acaso habéis olvidado.

Y aun así seguís llorando.

Ya podéis dormir tranquilos.
Parias.

Sueño –y he soñado–, con la vida, la vigilia,
la tempestad floreciente del océano.
No he sabido vivir.
¿Quién apuesta a que sabré encontrar hoy la muerte sin espasmo?

...
¿A quién engaño?
Nada ha de apresurar El Momento,
la vorágine en que caeremos víctimas del hechizo
esta rueda de Fortuna de aquél y este discurso,
comprensiblemente en blanco.
Soy yo quien desea terminar con esta farsa,
el único que ha extraviado acaso su libreto
y la mano en que guardé esas líneas.

Ya lo dije:
Soy yo quien dicta esta canción desconsoladamente a solas.
El descarriado, el imbécil, el cómplice,

el descreído, el sordo, ruin canalla.
Yo: insustancial, soberbio, adjetivo, mentiroso...

Yo.

Soy el Ruin de Corazones Negros.
El Postergado y Último Viandante
en el convivio de la Pesadilla y la Miseria.

Me han escuchado, me doy cuenta.

(Al fondo del salón, el claro metal
roe impaciente la rueda de piedra
de afilar el hacha.

Un verdugo sonríe).

miércoles, octubre 04, 2006

Uvas para Ev

Ella dijo:

– Si pusiera una uva junto a mi pezón, ¿qué morderías primero?
– ¿Cuál de los dos: el izquierdo o el derecho?
– ¿Importa?
– No, pero quiero saber.
– El izquierdo, pero sin corazón debajo, nene. No te hagas ilusiones
– Qué más da. Muerdo los tres: tu pezón, la uva, los dedos con que la sostienes. El jugo de uva moja tu pecho al morder la fruta y yo libo, sorbo, succiono, bebo de ti, cada vez con más ganas, ansioso, feliz, perdido. Manipulo con la lengua el trozo de cáscara que aún queda y lo rozo entusiasmado contra esa parte de tu piel enhiesta ahora. Te dirijo una mirada furtiva y me la devuelves divertida. Me guiñas el ojo derecho con malicia. Sé que te encanta ver lo que hago con tus niñas, y más cuando hay uvas ahí en medio. Un instante, puedo jurarlo, te amo por ese gesto, nada más que el tiempo necesario en que tú me has permitido amarte y perderte de nuevo, un tiempo más breve acaso de lo que habría yo deseado.
»Me llevo a la boca el cascarón de uva impregnado de saliva mía y alguna parte tuya, del sabor de tu pezón izquierdo, para darte un beso muy, pero que MUY tardado. Ahora te enteras de algo de ti que hace dos minutos no sabías. ¿A qué sabe tu pezón izquierdo cuando lo bañas con jugo de uva y de mis labios?»
–...
–...
– Ahora ya lo sabes.
– Ya. ¿Cogemos?

– Bueno.

lunes, septiembre 25, 2006

Poetas Border

El poeta es un outsider, un paria, un desterrado. Su patria es un cigarro, dos amigos, una taza, tres resentimientos, la culpa, el amor, todas las mujeres y todos los hombres. A veces más, por supuesto. Como sea, es un disidente fervoroso, astuto y suspicaz, de la raza humana. Confía en el destino y a su arbitrio lo abandona todo. Sabe que nada ocurre por casualidad, aunque nada tenga sentido. Anda siempre con los bolsillos repletos de papeles, emborronadas servilletas que no aciertan a dar con el paradero de uno u otro fantasma o paranoia con quien mantiene correspondencia; siempre maldiciendo y recontando una a una sus palabras, como si temiera perderlas en el bus, los restaurantes, las cantinas... En suma, un supersticioso. Un supersticioso poco amable y completamente endiablado, si me lo preguntan.
No tiene lugar. Su lugar es el mundo. Tiene un asiento que lo espera en todas partes, pero siempre lo haya ocupado, lejano del sitio de su gusto, o no lo encuentra. Se forma en la fila equivocada; extravía los documentos importantes; jamás carga un paraguas, y cuando lo hace no es aún la temporada. Deja para mañana lo que puede hacer hoy.
Es un ser horrible, quería decir, dislocado y sentimental; pierde la razón tan pronto como empieza a recitar versos no recuerda ya de quién. Canta en la calle con inmoderado volumen, persigue chicas o chicos, según el caso; se mete en los bares, se ensucia y contamina de todo y por cualquier cosa. En general, está mejor no estando. Y lo sabe, pero nada puede hacer por evitarlo. Él está, aunque nadie, ni él mismo, quiera. Y así va por la vida. Imposibilidad a pie contradiciendo lo posible.

Ésta es la casa del dolor, del miedo. Aquí, un espejo retrata espectros que entre fragores y alarmas, se meten en las fotografías para recobrar al mundo en una mirada. Casa donde los únicos huéspedes son las pesadillas, los resentimientos. En todos sus cuartos el Infierno se haya distribuido equitativamente… Aquí vivo yo, leyendo las siete vidas de los gatos en los ojos de la que amo.

Así dice Luis Ferrer, quien –claro– debiera hacer más por sí mismo. El problema es que no puede: es incapaz de traicionarse, de hacer nada que no sea verdadero, exceptuando el amor, por supuesto. Noqueador auténtico, idealista soldado infamado de verdades. O ficciones que lo parecen. Así es él. Y el mundo, ya lo sabemos, está hecho de mentiras.
Luis vive extraviándose, perdiéndose a cada paso; interesado siempre en aquello que no le interesa: postergado que llora y ríe su transcurrir de la forma más extraña, y todo al mismo tiempo. Todo.
A Luis, mi amigo –ese náufrago irredento que me desespera tanto–, le da a veces por buscar una rara especie de insecto que ha de salvarlo de sí mismo. Una araña imposible que llore por él lo que desde ya carece de remedio. No hay pena que sirva, explicación que convenza. Y así se lamenta:

Vine aquí porque siempre quise tener una araña que supiese llorar. De niño me gustaba pensar que algún día me marcharía a cazar ballenas a bordo de un gran navío pirata. Casi podía oler la sangre desparramada sobre espumas a discreción, los arpones indispuestos a anularle el dolor a las olas.
No sin amargura, en ciertas tardes de sol evocaba muchachas cuyo suicidio había sido conveniente porque nadie las vio desnudas. Y mientras los cetáceos coleaban contra la embarcación y hacían presentir la inminencia del naufragio, yo echaba de menos el día en que de la mano de la abuela fui a conocer el mar, y por su turbulencia supe lo que más habría de amar en una mujer
Si las aguas me llegaban al cuello, mi madre interrumpía las navegaciones y me curaba el llanto. Enterada de mis obsesiones marinas, advertía la mejor forma de evitar un desastre: poseer siempre una araña que supiese llorar.
Para mi mala fortuna, en el lugar donde yo vivía, nadie sabía de esa rara especie de araña. Por eso vine aquí, a esta olvidada sentina que ignora la dicha desde los tiempos de la primera luz. Estoy seguro que el día menos pensado al fin la encontraré.

El poeta, casi siempre, es un desdichado; a veces un estereotipo que entra y sale a conveniencia del odio y del cariño; una mala inversión, un desfalco, un tren descarrilado que pese a todo llega puntualmente a su destino; un heraldo terrible, un dolor crudo, un malparido. Vino mal al mundo, y mal y peor conoció el vino, las drogas, las pasiones. Se cansa, además, de ser lo que tristemente es ya de por sí.
Dice Borges que hay que nacer pirata, poeta o ventrílocuo. Lo demás es puro accidente. Pues bien, si el poeta nace en vez de hacerse –falla de origen que viene al mundo con el más ridículo sentido práctico–, habría de nacer, por fuerza, imbécil. Pero no es así: conoce casi todo por primera y última vez, y mejor casi siempre que cualquiera. A él le son revelados cierta clase de secretos, algunos suyos, la mayor parte ajenos, pero ambos exigiendo que diga siempre algo más que lo necesario, de uno u otro modo.
Cómo no habría de irrumpir poeta, si demasiado pronto conoce la imposibilidad de ser considerado igual entre quienes, se supone, son sus iguales. Porque siempre es distinto, no mejor, sólo distinto. Se maldice por su inevitable, oscura gracia no reclamada de improvisar la tierra, el mar, el aire y sus creaturas, bestias imaginarias que no asustan, dragones enfermos de ternura, estupidez y cosas peores. Ésas que ya todos adivinan, la misma cosa siempre repetida.
Así Iván Garzón, mi hermano lobo, mi espejo, mi nostalgia, mi versión traspapelada y mejor de aquel que una vez fui, en Chiapas, cuando escribió Shahima.

Hace tanto que no eres nada Shahima
Hace tanto que no existo por tu culpa
¿Es que acaso fuiste mi voz extraviada
Mi plegaria en la locura?
Porque si es así:
¡Maldito sea en la madriguera de mi engaño!
Pero si no entonces te desafío a que renazca tu voz
Y que tu voz se convierta en cuerpo
Y en sangre como la mía
Verás que no es fácil pertenecer a este retrato
A este guión de polichinelas
En que las nubes temen moverse por sí mismas
Aguardando el alambre divino
Que también mueve mi propio cuerpo...


Ignoro por completo si en todo tiempo, o sólo éste en que decaigo, el poeta correspondió a la idea o retrato más bien impresionista que he narrado. Lo cierto es que inútiles murientes, poetas de este siglo, amigos y enemigos; funámbulos felices que viven infelices sobre la cola del tigre, del Demonio, del tiempo aparentemente interminable de la Historia, o viceversa; todos aquellos a quienes por azar conocí y desconocí –tal vez secuestrado por el engaño–, yo mismo, somos una generación de desesperados. Siempre a un paso de la indigencia; a un solo paso de mandar al carajo la inutilidad de nuestros días, y cuántas ganas y por qué tarda tanto esta película y qué miseria y cuánto vacío y para qué. Amén. A un solo paso, explicaba, de convertirnos en los inútiles graciosos trágicos del mundo, como siempre se predijo. A un paso nomás de subirnos al ring con Dios y con el Diablo y verles, al fin, la cara de imbéciles que seguro han de tener.
Créanme. Hay todavía poetas que sueñan con la Edad Media. Afilan en secreto y con paciencia los cuchillos de cocina por la madrugada, esperando el tiempo de la venganza. Hay, incluso, alguno que sonríe gracioso al vecino cada mañana cuando lo ve pasar, pero guarda un revólver cargado y engrasado en la congeladora, por si cualquier noche los hielos se terminan o una mañana despierta sin ganas de ser amable.
Los poetas no encuentran, hoy, lugar en el mundo. El planeta no es tan grande como usualmente se cree, y ningún banco –lo sabemos– abre crédito a sujetos así para que construya una casa. Pero eso no es todo. Las parejas ocasionalmente deseadas, si no han enloquecido, los evitan. Cierran las puertas de casi todo bar; les niegan tres veces tres la entrada a casas honorables y no tanto; caen mal si cayeron, y si se levantan los vuelven a hacer caer; pierden la cuenta de los tragos camino del cuarto de baño y se enganchan a cuanta droga se atraviesa en el camino.
Creo que ya ninguno espera nada, pero lo mismo, siguen persistiendo.
Una palabra y otra, y otra más, hay que decirlo, los poetas van perdiendo la batalla. No ganarán nunca. Porque nada hay que se conquiste sin pérdida importante. Además, y por último, convendría preguntarse: ¿acaso hay algo que ganar? Lo dice mejor Cioran, quien opina que la primera cuestión que toda filosofía debiera indagar, antes de todo lo demás, es si la vida tiene sentido. Si la respuesta es negativa, el resto, amigos, en poquísimas palabras, vale para maldita la cosa. ¿Tiene sentido? ¿La poesía, como acto vital, tiene sentido? Tal vez no, pero qué importa.
Que alguien, por favor, me diga qué cosa de todo este mal rollo de vivir SÍ IMPORTA.
Bueno, sí, tal vez conducir a más de doscientos un Mustang amarillo, asientos de piel negros, atropellar en la carrera a veinte o más políticos (mínimo veinte, aclaro, por si alguno decide intentarlo –qué le cuesta– nos libre al menos de veinte), y lanzarse por un acantilado de algo más de dos kilómetros (y eso suponiendo que exista alguno tan alto), mientras fumas el último cigarro de la cajetilla y contemplas el sol cayendo en el horizonte, el tumultuoso mar revolviéndose contra sí mismo en la distancia, destellando frente a ti en la caída, antes de morir el día, tú mismo. El mar primigenio como última visión. Gris. Monstruoso. Imposible... Tal vez eso.
En fin, antes de esa (para mí) hermosa visión que se traslapó al texto, intentaba decir que la poesía es una enfermedad larga y deletérea, cuya descendencia no acaba nunca de decir que ai muere. Aunque a casi nadie le interese.
Parafraseando a Cortázar (El suicidio de las gotas) y a Donoso (El obsceno pájaro de la noche), aquí termino: Adiós poesía; que te vaya bien; no bebás ni fumís; no te portés mal; no te metás drogas; no soñés, no llorés; ya está bien; adiós, adiós, adiós.

martes, septiembre 12, 2006

El mundo que perdimos

I
Son apenas las cuatro treintaidós. Todavía ni amanece y ya tengo sueño; estoy borracho y no tengo la más puta idea de dónde pude haber dejado los zapatos. Había lodo en la entrada, además. He de estar envejeciendo. Ya no recuerdo.
Como si fuera poco, acabo de recibir cuatro o cinco mensajes de, mis amigos, allá en Chiapas. No tengo crédito en el celular, así que no puedo responder. Me cuentan que están bebiendo también, que Déborah volvió, que hubo quien me extrañó en no sé cuántos lugares sin bandera mexicana de navegación y que tendría que estar ahí, pues qué carajo hago en Xalapa de Mis Perros Muertos, ¿soy pendejo o qué?, si aquí nadie me quiere, es más, ni me gusta estar aquí, llueve todo el tiempo, pero así soy yo, ni la burla perdono, porque nunca entiendo nada, seré tarado, sí, tarado, a todas luces, porque ustedes me extrañan y me entienden, ustedes sí, no como yo, que nunca sé un carajo... ¿Qué más? Ah sí, ¿por qué no me uno a la parranda? (Chorrocientos kilómetros de viaje no son, seguro, razón suficiente para no asistir a la fiesta, habrá regalos y sorpresas). En fin, ese tipo de mensajes que nadan felizmente en alcohol y nostalgia y cariño y ya qué caso, y me hacen encender la máquina de palabrear para decir, cómo no, que esta boca es mía.
(Dónde coño habré dejado los zapatos).

II
El mundo que dejamos; aquella materia consumida ahora, que no tenía prescripción y que no fue poca ni barata; peligro autodestructivo y desterrado; hoguera donde todo y nadie ardió, después de todo; maldición que funambula sobre el rabo del Diablo, espantando al sueño y sus creaturas; elemental aprendizaje de la vida y su malversación. El mundo perdido quién sabe si a perpetuidad. Todo eso, y todo con dolor y qué miedo y qué vulgar, triste simpleza, luego del feroz portazo echado tras la espalda.
Creo con certeza que he perdido más vidas de las que viví. La primera, cuando dejé ir a mi madre y hermanas en un coche rumbo del olvido (fue ése el último día que vi en el espejo el rostro bueno que tenía). Después, cuando mi padre también hubo de irse (si la edad y el reino perdido a esa edad no me volvieron loco, pueden atribuirlo sólo a que –como todos– tenía ganas de lastimar gente todavía). Y poco más tarde, cuando lapidé para siempre aquella broma casi tierna de aquellos que fingieron llamarse como yo, otras tantas vidas que tuve y olvidé: el abusivo, el músico, el mal torero, el peleador, el amante, el obrero, el deportista, el comerciante, el cantor, el maestro, el corrector, el reportero, el transeúnte, el vago, el estudiante... Toda vida que elegí y abandoné a propósito.
Votar por una vida es rechazar aquellas que hacen todavía fila en la infinita posibilidad de lo imposible. Esto –mucho mejor que yo– lo dice Borges, o alguien más, pero esta descomunal ebriedad me impide recordar en dónde y cómo, y citarlo de forma adecuada. En fin, quise decir: que es imposible no pensar en el clásico “y si hubiera...”; aunque digan que el hubiera nunca llegó a tiempo o no existió.
Pero nadie ya, después de Lázaro, es inmortal o resucita. Nadie quiso inventar la frustración, lo inevitable, el misterio de un calzado que se pierde siempre en mala hora para extraviar la cuenta de los pasos y ensuciarnos pies y pantalón de lodo.
Y eso, por supuesto, tampoco sirve de consuelo.

III
Además de cerros, pueblos y ciudades, abandonamos también amigos, socios, cariños, camaradas, cafés, historias, mundos y linajes, “entre otras cosas”, nos cuenta el inventario de la Nada.
Posesiones ajenas que hicimos nuestras y dejamos. Superstición, regaño, estupidez, aburrimiento, luz y cenizas. Todo lo que el otro no ocultó, o no quiso, y se volvió entrañablemente nuestro. Gambitos de dama inexplicables, filosofías de arrabal, Casius Clay noqueando a formidables boxeadores; tres heróicos bandidos, tres Parcas, tres Vírgenes, tres Dolores y Julias y Marías que fueron nuestras en cualquier calle, cierto burdel, una esquina, alguna cama. Nada ni nadie hubo que los ojos no asaltaran ni pretendieran robar esas manos que tuvimos y eran nuestras. Todo, pero todo amor, lo digo parodiando pero en serio, todo amor no fue más que naufragio. Para qué engañarse.

IV
El mundo perdido, amigos –aunque insistan en beberlo–, se los digo, ya no existe. Fue una gota que no acababa de caer pero cayó, el sueño de un tesoro al otro lado de la isla, al otro lado de esa ficción visual que llamamos arcoiris, de un iba pasando, un se me ocurrió, una locura, qué sé yo.
Pero queda aún la carretera; su música ocurriendo, o con altas posibilidades de que pase junto a nosotros que desde ya estamos yéndonos hacia otro destino imperfecto todavía; quedan aún las nubes que atraviesan el horizonte sin llorar, sin recordar nada; queda una luz; una idea, un ya qué importa. Y sí, qué importa. Dejemos que todo esto suceda, que se vaya a donde deba, a donde quiera, en principio y en fin, largarse. Digamos salud, ai nos vemos, cuídense mucho, o mejor no se cuiden, no sean cobardes. No se cuiden. Un abrazo. ¿Volverán las golondrinas? Tal vez no, pero su oscuridad siempre será hermosa. Y que el Diablo nos bendiga. Qué más da.
P.S: Ya me acordé; ahora sé dónde exactamente dejé los zapatos. Imposible recuperarlos. Tampoco importa demasiado. Tengo otro par. Siempre lo tengo.

miércoles, septiembre 06, 2006

Insomnio

Mala costumbre la mía de no terminar lo que comienzo. Sucede que siempre he soñado con un poema en el que diga todo lo que puedo y quiero decir, a propósito de mis posibilidades expresivas; nunca me ha importado demasiado la unidad del texto. No creo en la unidad, no me interesa. Me importa sólo la tensión, la carga eléctrica atravesando las palabras, quemándolas, librándolas de sí y de mí. Sólo es eso.
Éste es un nuevo intento, o como apuntara Eliot, un diferente género de fracaso. Es un fragmento, y estoy seguro que el remate es malísimo, pero es provisional, pues el resto del poema continúa en proceso de construcción. Disculpe las molestias que esto le ocasiona.


Vértigo de la medianoche,
escalofrío que recorre y atraviesa las vértebras del sueño que no llega.
Hastío, cansancio, arrumbada oscuridad debajo del ropero.

Ésta es la rabia impronunciable del insomnio;
la luz enferma, el ciego devaneo de las horas nombrando a sus criaturas;
pólvora del recuerdo, cristal enfermo donde hay una mancha parecida a mí;
espejo donde los nombres me acechan y se pierden
cuando ya he gastado toda la nostalgia,
mis ganas de sufrir, la rabia frenética de la memoria y sus palabras.
Y ya no queda más que nada.

Quiero decir que me parecen las sábanas, hoy, inhabitables;
que me cuesta la resignación bastante más allá de lo que creo,
que no me basta el cuerpo en el artificio de la respiración;
que necesito entidades parásitas creciendo en la heladera,
invocando mi asco, el lamento escandaloso
de cadenas arrastradas sobre el filo del cuchillo en la cocina,
todo el tiempo, cuando ya no lo hay o sobra demasiado.
Que preciso algo como un milagro nacido en la tiniebla del alcohol,
oasis donde los sedientos de peligro encuentran redención
sin necesidad de fingida disculpa;
crucifijo de los mapas que apuntan a ninguna parte
y en cada traspiés pierden el rumbo, cinco taxis
y la cuenta de los tragos,
camino al cuarto de baño de la casa.


Descorcho esta botella,
y en el movimiento perezoso de la mano, algún demonio se libera.
Vociferante diablo que inyecta oprobios, evidente riña,
parietales golpes contra el inculpado cordero de cantina.
Leviatán en construcción, a medio camino entre el terror,
la aventura, el terremoto;
doloroso intercambio sentimental de borracho y prostituta:
mezclados aromas que ruedan sobre dos quimeras paralelas;
conclusión romántica en medio de la obscenidad antes del alba;
cama en donde Dios, el portero, la cartera, cualquier cosa,
se posterga, derrumba y catapulta al nuevo día en la ventana:
verdugo inexperto en plazas inventadas
para conquista de la chusma y el escarnio.

Pero todo esto es mentira: juegos,
pirotecnia donde el verbo, la manipulación y el artificio
levantan el Coliseo del Invento y la Desdicha.

El Diablo, la botella y su anegado misterio conforman el mundo de lo cierto.
Y yo aquí, también, irrenunciable, angustiadamente verdadero,
seguro, guarecido en la insoportable negrura del desvelo amargo.

Aburrido, postergado, temeroso, servil, cobarde, adjetivo y sin dinero,
bebo dos, cuatro, cien tragos de aguardiente
y vuelvo a pensar en el Diablo que me aguarda al final de este cristal;
en mi poseída exageración, anticristos que velan mi sombra todavía;
Dios, las meretrices, toda posible tumba que me acecha;
la vinata, este edificio, mi Babel de espectros y de sombras.
Penumbra que se yergue y disfraza de hombre
sobre un terráqueo globo encima del librero.

La botella es el mundo; estas palabras, su informe de rendición,
su torpe melodía de borracho desvelado e impelido de hartazgos y lamentos,
conjuros y venganzas, olvidos contra nadie;
garabateados salvoconductos del insomnio,
cuando Nunca Jamás ya clausuró sus puertas.
Amor, mentira.
Temblor y rabia.


Algo sucede con la madrugada.
Hay un ruido descompuesto de cosas que no importan, pero pasan:
ebrios en mitad de la calle, tarareando, mal, canciones aprendidas hace tiempo.
Ruido descompuesto y multitudinario de perros aulladores;
gemidos, flores en puertas ya desfallecientes,
cosas peores rodando escaleras pecho adentro.
Velocidad de automóviles y motocicletas;
fúnebres carrozas, grullas, ambulancias, autos patrulla, agentes de tránsito y la policía en pos de muertos, suicidas, prostitutas, ladrones, homicidas, camellos, bandoleros, peleadores, drogadictos, estafadores, activistas, rotos, partidarios, jodidos, perdidos, perdedores, golpeadores, padrotes, pendejos, insurrectos, parias, zurdos, exhibicionistas, disidentes, trasnochados, quebrantados, rompeleyes, inmorales, malnacidos, hijititos de putita, alterando siempre el orden público de durmientes, madrugadores, señores, niños y decentes damas que esperan despiertas al marido con cuatro rosetones abiertos al cariño indecoroso que tal vez nunca llegará.

Algo sucede afuera en toda madrugada,
persistencias plagadas del ruido de cosas que pasan,
fantasmas heroicos y obscenos.
Duele ver que son otros quienes viven y ocurren y delinquen,
malvendiendo su alma, siempre a la baja en el mercado.

Y uno aquí: obediente, manso, limitado,
romántica sucursal del hartazgo insomne,
doméstico borracho perdido entre la bruma de todo aquello,
y todo entre la niebla.
Inmensidad que aburre,
hartazgo agigantado: masturbación nocturna, pez, complejo, nada.
Apenas un ruido descompuesto que persiste
en los millones de timbres que a esta hora se niegan a sonar,
para anunciar la aparición del mundo,
cuando ya he saqueado casi todas mis palabras.

Ternura,
vil sordera,
casi cruel insomnio.

Ésta es la noche.
Éste, el insomnio.

jueves, agosto 17, 2006

Breve y condescendiente autorretrato

Una cicatriz en caída vertical me atraviesa el ojo derecho, justo por encima de la ceja. Esto genera desconfianza en casi cualquier lugar al que llego. Causo mala impresión a primera, segunda y tercera vista. Me imaginan violento, paria y deshonesto. Acaso tengan razón.
Tengo poco cuidado en la decoración y diseño del peinado. Uso el cabello largo, casi nunca lo recorto. A veces me abandono y dejo la barba, y que me la hagan, arrogante debilidad que no trato de ocultar; o sólo el bigote y un puñado de vellitos bajo el labio, o las patillas largas hasta cambiar la orientación de las líneas de la cara. En suma, un peludo camaleónico.
Tengo la nariz partida en dos lugares. La primera, por imbécil (caí a los ocho años, desde una torre de sillas, sobre el filo de una mesa); la segunda, por más imbécil todavía: no supe reconocer límites y me lié a golpes con un compañero de escuela que tuvo la mala ocurrencia de burlarse del yeso en mi nariz, rota en la estúpida caída, apenas una semana antes. Aún me duele la pedrada. Sigo sin comprender mis restricciones físicas y me rompo la cara de a tiro por viaje. Ya imaginarán que mis adversarios no me han dejado precisamente lindo.
Con todo, a mis veintiocho años, he tenido suerte con chicas y no tan chicas. Supongo que les he gustado por mis gestos y apariencia de malo, siempre cultivados con más entusiasmo que talento. Una mujer que conocí apenas bien, expresó de mí: “Pensé que era más malvado. Impetuoso. Pero es un tierno el pobrecito”. Qué podía decir. Las apariencias no fueron nunca más engañosas. Y bueno, no fue mi mejor noche, sin duda.

Para terminar, y no, diré que tengo pésimo gusto en el vestir; soy malversionista e incumplido. Doy terrible impresión en los camiones y pierdo la cartera casi siempre. No soporto que ninguna pague la cuenta en el bar, aunque siempre terminan haciéndolo. Lloro porque sí, como idiota adolescente, por cualquier cosa, y no tolero que digan de un poema: “está bonito”. Soy un ganador francamente inexperto, si saben comprender. No digo más. Salud, excepto.

La visita más deseada

Elizabeth venía a casa en noches como ésta.
Jamás avisó nada.
Ni un recado, una llamada por teléfono, cualquier cosa.
Aparecía y punto.
Y yo la amaba por eso.
Porque me rescataba de la noche,
de aquella angustia de esperar que algo aconteciera;
del alcohol y su interminable fila de horas que no sueñan
ni duermen ni perdonan ni extravían.
Y del hambre, también, alguna vez.
Por eso nada más amaba a Elizabeth algunas noches.

Entraba en mi cama con la misma naturalidad
de quien pide un cenicero y dos cervezas en un bar.
Se montaba en mi cara.
Me mojaba completo, a punto de ahogarme entre sus muslos.
Deshacía la muerte y la vida completas
en cuatro movimientos de cadera,
y me obligaba luego a ir por un pastel
a esa tienda que abre toda la noche
y queda a veinte cuadras de mi casa.

Me matabas, Elizabeth. Y no te dabas cuenta.
Y por eso yo te amaba.
Porque te convertías en Cleopatra, Bovarie y Salomé...
Te volvías igniscente; ardías en dos segundos
–yo tu pabilo y tú mi guía–
y luego te ibas sin decir adiós ni cuándo tornarías.
Me dabas nada más que un beso y decías,
a medias disfrazando una sonrisa:
“Adiós. Nos veremos algún día. Pero no sé cuál.”

Cómo no amarte Elizabeth.
Cómo podría ser ingrato contigo,
si la mañana que me desahuciaste de una vez y para siempre de tu vida,
olvidaste un par de medias negras a propósito;
cocinaste dos estrellas enlunadas,
como te gustaba llamarle a dos simples huevos estrellados,
y pediste que me olvidara de olvidarte.

Es cierto: de tus juegos nunca aprendí nada.
Y hasta donde tengo noticias,
he cumplido con mi parte, Elizabeth.
Pero tú, lo mismo, no volviste.

Ni de broma.

martes, agosto 08, 2006

Último round

“Eran tus caprichos de luchador derrotado, era tu burlona mirada,eran los espacios ocultos donde no cesabas de cicatrizar,en cualquiera de aquellas escenas donde estabas a punto de cerrar la puerta a tus espaldas, anulándolo todo;con el rostro magullado por los golpes y por las patadas, buscando tú también aquel Halcón Maltés en el que nunca creíste, porque tal vez era de mala suerte para encontrarlo creer en él,o porque quizá la esperanza te habría conducido más rápidamente a esa derrota que, pese a todo, nunca esperaste.”
José Carlos Becerra, El Halcón Maltés.

El principio

Vino el delirio y se metió en mis puños. Estaba dormido. No supe cómo ni por qué, pero de golpe adiviné el juego.De momento, lo siguiente que recuerdo es a un tipo grande, poco hábil, trágico y moreno: yo mismo acaso; mis manos ya absurdas desde entonces; burdo egocentrismo acometido entre ruidos y tinieblas de pasado; manchón obsceno en el espejo, harto, aburrido, sordo.Soy yo: Alberto. 17 años. No cartilla. No credencial. No pasaporte. Fregado transeúnte monolingüe. Apenas un muchacho trepado en mitad del ring merodeando las vendimias de la rabia, a la izquierda de un febril argumento parecido al desencanto; los guantes puestos; los inútiles brazos mal vendados; un modesto ramito de albas torpes y embusteras... Y enseguida el campanazo, el cabrón caraemalo que viene hacia mí tan campante, tan infame y veloz como el abucheo, la porquería, el insulto de la gente borracha tras las dos, perdón, cinco, no, diez mil angustiosas cuerdas rojas, acorralando un cansancio adolescente que rebotaba entre las cuatro esquinas: perseguido fetiche predilecto de la esponja, arrumbado ahora en una esquina.No sé qué hacer, y es lo único claro que logro resolver bajo los párpados hinchados, el labio roto, los inútiles afanes de mantener qué guardia en alto. Pero el segundo round, la vanidad, el golpe de nuevo estrellado en plena frente, el oprobio y la rechifla, me dictan una sola, pueril, apurada consigna: «Este joputa lo quiso: Ya te jodiste, boxeador de mierda».Voy al frente intentando rendir a ciegas una patria dolorosa. Me hundo en el miedo, el estupor, la rabia, un amasijo de maltrechas emociones que pugnan por seguir golpeando frente al vendaval de croses, jabs, uppercutes, el gancho, me cerró, derechazo en la mandíbula, qué lona más dura... Y enseguida el conteo: uno, dos, tres cuatro, cinco, ¡maaaaaambo!Me levanto, pese a todo. Y comprendí el mensaje: me pongo a la altura o me rompes la cara, malnacido. Ahora ya conozco el juego. No me engañas más. Pero no es cierto: tu velocidad me traiciona y sorprende una y otra y otra vez. Mi cara es un volcán a punto del derrame sangriento, y es nada más que el principio. Este tipo nunca se equivoca, alcanzo a pensar, mientras intento atrincherarme a un paso tras los guantes, en un burdo simulacro de aparentar que comprendo de sobra lo que es una guardia. El último que recibo es un golpe indudable de tirano iluminado. El corazón me da un vuelco y un rodeo: Pienso en Nina, en otro tiempo aún por llegar, otra ciudad, otra venganza no jurada que, pese a todo, habrá de cumplirse más tarde. Pero esto no ha ocurrido aún, ¿o sí? Y yo no pienso en nada, porque de nuevo el dolor increíble en la frente... astillas, trozos de vidrio que brotan del suelo para clavarse en mi cabeza... ¡Un! ¡Dos! ¡Tres! ... Nina... ¿dónde fue?... y el infinito conteo... ¿A qué derrumbe perteneces? Porque ahora soy un falso luchador caído y...Tal vez sueño y es posible que sea todo esto nada más que un invento. No hay boxeador ni público ni ring. Nada de esto pudo pasar nunca y todo es falso. Tendría que serlo. Y entonces, ¿por qué recuerdo tu piel blanquísima, Nina, invocando no sé qué oscuridad que amenaza dispersarme, convertirme en trozos pequeñitos de materia molida, masticada, engullida, defecada? ¿Por qué, Nina? ¿Qué te hice? Y sin embargo, yo también tuve mi parte en el asunto, ¿pero dónde? (¡Cuatro! ¡Cinco!)... Venías a mí. Era de noche. Sabemos bien de qué se trata; para qué engañarnos. No es cierto, sólo tú supiste, porque sólo tú pudiste inventar tanta… Yo, en cambio... ¡Por favor, Alberto, nadie te pidió nunca nada! ¡No seas tan imbécil! No, tú nunca pediste nada, te lo concedo. Pero alguna vez te importó que... ¡Estás borracho! La discusión no es si estoy o no borracho. Muy bien. ¿Y qué quieres? Tú lo sabes. ¡Para qué! ¡Qué pasará después! No lo sé. ¿No lo sabes? No, por supuesto. Se trataba de... No sabes nada. De acuerdo. Pero hace un rato lo sabía, y tú también. Estás pendejo. No, creo que no... Y luego el ruido fracturado de un espejo detrás tuyo. ¿Es cierto? ¿Fui yo? Porque quizá podría ser otra clase de ruido, algo como... ¡Ocho! Sí, estoy bien, réferi. Sí, ya te dije que son tres, ¡no!, espera, ¡cinco! ¡No! ¡Cuatro dedos! (está bien, carajo, no sé cuántos). Sí, seguro. Muy bien, sí. (Déjame en paz).Alberto, 17 años, encendido por el brillo del diablo; cuatro esquinas que me acechan en el justo centro de un mundo que no existe. Desconozco si alguna vez terminó aquello, si alguna vez bajé del ring, pero de momento resistí tus embestidas, boxeador. ¡Esto no se acaba hasta que la gorda cante! Y doy uno, diez, veinte, cuatrocientos golpes. Los anulas todos y sonríes, canalla. Crees que vas a ganar, pero no es cierto, Monstrito, Demonio, Gigante, Goliat, Arcángel, Inaudito Boxeador de Mierda. ¿No puedes ver que soy yo el héroe y es inútil que golpees? Soy un monumento al escarnio, al dolor, a tu mentira. Mírame, aún no me haces nada. Soy inquebrantable. Qué importa que ahora otra vez esté cayendo. Sí, tú también, cuenta, cuenta ahora que puedes, réferi traidor. Porque cuando me levante...(Lloras lloras lloras. De verdad lloras. Y yo dudo. ¿Qué significa ese llanto? Nina, perdóname, te digo. No es nada; sólo una astilla bajo el pie. Es sólo que el maldito espejo... Pero no dices nada y sigues llorando. Te encierras en el baño. Elena y Bertha despiertan y salen de sus cuartos. ¿Qué pasó? No respondo, porque de pronto sobreviene un temblor alcohólico que intento contener, pero no puedo; me recorre el cuerpo y lo revienta, pura dinamita o carga eléctrica de angustia y desesperación atrapada, desahuciada, en el callejón más miserable de mi amor. Y enseguida la explosión. ¡Al Diablo!, alcanzo a decir de modo ridículo antes que todo por fin se venga abajo. Y ya hace un año de aquello, Nina. ¿Supiste por qué? ¿Siquiera tienes una idea? Yo sí, y sería inútil venir a decirlo aquí y ahora. Lo mismo robé el saco de pastillas del armario; y entonces también corrí, aunque no había adónde, porque nunca ha habido tierra suficiente para esconder esas heridas que debemos aun desde antes de infligirlas, las únicas que de verdad duelen. (¿Y ahora? ¿Lo sabes ahora?) Estoy cerrando una puerta detrás mío; mastico medicinas; las aliento a bajar con medio litro de Mezcal Magueyito. Entra Bertha; la amenazo; pongo la peor cara de no te acerques que conozco; me arrebata de un tirón la bolsa de medicamentos. Ya no importa. Me tiendo en el colchón y espero, no sé bien qué, y más bien sí sé y me da vergüenza, y continúo esperando con vulgar torpeza de suicida imbécil, justo cuando el tiempo para esperar que pase cualquier cosa ha vuelto a su lugar y se ha hecho polvo.(Nina. Si pudiera volver a entonces... Pero no hay tiempo. Porque esto no sucedió nunca y es probable que tú tampoco existas).Y ahora, cuando el referí está cantando el ¡siete!, me yergo de nuevo sobre mí, cada vez más sangriento, más imposible, más fuerte, más violento y boxeador que tú, boxeador. ¿Ahora lo comprendes? Veo que no, porque otra vez caminas hacia mí y pareces aún furioso. Pero yo también te entiendo ahora, viejo. No creas que no. Has venido a vengarte, a reintegrar tu propio rencor, siempre mal pagado, siempre desecho, bajo la opresión aérea de los cuatro reflectores sobre el ring y el extraño bautismo espectador allá abajo, en las butacas. Tú también estás jodido y, hay que decirlo, eso tampoco importa mucho. Y, sin embargo, no has ganado. Aún estoy de pie. Once veces lograste que cayera antes que pudieras inventar a éste que de una vez y para siempre seré frente ti. Tú, mi creador.Pero no cantes victoria. Es el último round. Ambos sabemos que no hay redención posible en este cruento juego de la suerte empeñada en la derrota, en cualquier burdel de feria, cualquier tiniebla o quimera circense. El castigo vino pronto. La hora del perdón nunca llegó. Estamos hundidos, viejo. Hasta la mierda.Y ahora, a levantarnos cada cual de las esquinas. Ya nos toca. Se han cumplido doce campanadas; la última está sonando ahora.Dios y el Diablo te reciban en sus hornos. Ahí nos vemos, púgil. Va por ti.