El poeta es un outsider, un paria, un desterrado. Su patria es un cigarro, dos amigos, una taza, tres resentimientos, la culpa, el amor, todas las mujeres y todos los hombres. A veces más, por supuesto. Como sea, es un disidente fervoroso, astuto y suspicaz, de la raza humana. Confía en el destino y a su arbitrio lo abandona todo. Sabe que nada ocurre por casualidad, aunque nada tenga sentido. Anda siempre con los bolsillos repletos de papeles, emborronadas servilletas que no aciertan a dar con el paradero de uno u otro fantasma o paranoia con quien mantiene correspondencia; siempre maldiciendo y recontando una a una sus palabras, como si temiera perderlas en el bus, los restaurantes, las cantinas... En suma, un supersticioso. Un supersticioso poco amable y completamente endiablado, si me lo preguntan.
No tiene lugar. Su lugar es el mundo. Tiene un asiento que lo espera en todas partes, pero siempre lo haya ocupado, lejano del sitio de su gusto, o no lo encuentra. Se forma en la fila equivocada; extravía los documentos importantes; jamás carga un paraguas, y cuando lo hace no es aún la temporada. Deja para mañana lo que puede hacer hoy.
Es un ser horrible, quería decir, dislocado y sentimental; pierde la razón tan pronto como empieza a recitar versos no recuerda ya de quién. Canta en la calle con inmoderado volumen, persigue chicas o chicos, según el caso; se mete en los bares, se ensucia y contamina de todo y por cualquier cosa. En general, está mejor no estando. Y lo sabe, pero nada puede hacer por evitarlo. Él está, aunque nadie, ni él mismo, quiera. Y así va por la vida. Imposibilidad a pie contradiciendo lo posible.
Ésta es la casa del dolor, del miedo. Aquí, un espejo retrata espectros que entre fragores y alarmas, se meten en las fotografías para recobrar al mundo en una mirada. Casa donde los únicos huéspedes son las pesadillas, los resentimientos. En todos sus cuartos el Infierno se haya distribuido equitativamente… Aquí vivo yo, leyendo las siete vidas de los gatos en los ojos de la que amo.
Así dice Luis Ferrer, quien –claro– debiera hacer más por sí mismo. El problema es que no puede: es incapaz de traicionarse, de hacer nada que no sea verdadero, exceptuando el amor, por supuesto. Noqueador auténtico, idealista soldado infamado de verdades. O ficciones que lo parecen. Así es él. Y el mundo, ya lo sabemos, está hecho de mentiras.
Luis vive extraviándose, perdiéndose a cada paso; interesado siempre en aquello que no le interesa: postergado que llora y ríe su transcurrir de la forma más extraña, y todo al mismo tiempo. Todo.
A Luis, mi amigo –ese náufrago irredento que me desespera tanto–, le da a veces por buscar una rara especie de insecto que ha de salvarlo de sí mismo. Una araña imposible que llore por él lo que desde ya carece de remedio. No hay pena que sirva, explicación que convenza. Y así se lamenta:
Vine aquí porque siempre quise tener una araña que supiese llorar. De niño me gustaba pensar que algún día me marcharía a cazar ballenas a bordo de un gran navío pirata. Casi podía oler la sangre desparramada sobre espumas a discreción, los arpones indispuestos a anularle el dolor a las olas.
No tiene lugar. Su lugar es el mundo. Tiene un asiento que lo espera en todas partes, pero siempre lo haya ocupado, lejano del sitio de su gusto, o no lo encuentra. Se forma en la fila equivocada; extravía los documentos importantes; jamás carga un paraguas, y cuando lo hace no es aún la temporada. Deja para mañana lo que puede hacer hoy.
Es un ser horrible, quería decir, dislocado y sentimental; pierde la razón tan pronto como empieza a recitar versos no recuerda ya de quién. Canta en la calle con inmoderado volumen, persigue chicas o chicos, según el caso; se mete en los bares, se ensucia y contamina de todo y por cualquier cosa. En general, está mejor no estando. Y lo sabe, pero nada puede hacer por evitarlo. Él está, aunque nadie, ni él mismo, quiera. Y así va por la vida. Imposibilidad a pie contradiciendo lo posible.
Ésta es la casa del dolor, del miedo. Aquí, un espejo retrata espectros que entre fragores y alarmas, se meten en las fotografías para recobrar al mundo en una mirada. Casa donde los únicos huéspedes son las pesadillas, los resentimientos. En todos sus cuartos el Infierno se haya distribuido equitativamente… Aquí vivo yo, leyendo las siete vidas de los gatos en los ojos de la que amo.
Así dice Luis Ferrer, quien –claro– debiera hacer más por sí mismo. El problema es que no puede: es incapaz de traicionarse, de hacer nada que no sea verdadero, exceptuando el amor, por supuesto. Noqueador auténtico, idealista soldado infamado de verdades. O ficciones que lo parecen. Así es él. Y el mundo, ya lo sabemos, está hecho de mentiras.
Luis vive extraviándose, perdiéndose a cada paso; interesado siempre en aquello que no le interesa: postergado que llora y ríe su transcurrir de la forma más extraña, y todo al mismo tiempo. Todo.
A Luis, mi amigo –ese náufrago irredento que me desespera tanto–, le da a veces por buscar una rara especie de insecto que ha de salvarlo de sí mismo. Una araña imposible que llore por él lo que desde ya carece de remedio. No hay pena que sirva, explicación que convenza. Y así se lamenta:
Vine aquí porque siempre quise tener una araña que supiese llorar. De niño me gustaba pensar que algún día me marcharía a cazar ballenas a bordo de un gran navío pirata. Casi podía oler la sangre desparramada sobre espumas a discreción, los arpones indispuestos a anularle el dolor a las olas.
No sin amargura, en ciertas tardes de sol evocaba muchachas cuyo suicidio había sido conveniente porque nadie las vio desnudas. Y mientras los cetáceos coleaban contra la embarcación y hacían presentir la inminencia del naufragio, yo echaba de menos el día en que de la mano de la abuela fui a conocer el mar, y por su turbulencia supe lo que más habría de amar en una mujer
Si las aguas me llegaban al cuello, mi madre interrumpía las navegaciones y me curaba el llanto. Enterada de mis obsesiones marinas, advertía la mejor forma de evitar un desastre: poseer siempre una araña que supiese llorar.
Para mi mala fortuna, en el lugar donde yo vivía, nadie sabía de esa rara especie de araña. Por eso vine aquí, a esta olvidada sentina que ignora la dicha desde los tiempos de la primera luz. Estoy seguro que el día menos pensado al fin la encontraré.
El poeta, casi siempre, es un desdichado; a veces un estereotipo que entra y sale a conveniencia del odio y del cariño; una mala inversión, un desfalco, un tren descarrilado que pese a todo llega puntualmente a su destino; un heraldo terrible, un dolor crudo, un malparido. Vino mal al mundo, y mal y peor conoció el vino, las drogas, las pasiones. Se cansa, además, de ser lo que tristemente es ya de por sí.
Dice Borges que hay que nacer pirata, poeta o ventrílocuo. Lo demás es puro accidente. Pues bien, si el poeta nace en vez de hacerse –falla de origen que viene al mundo con el más ridículo sentido práctico–, habría de nacer, por fuerza, imbécil. Pero no es así: conoce casi todo por primera y última vez, y mejor casi siempre que cualquiera. A él le son revelados cierta clase de secretos, algunos suyos, la mayor parte ajenos, pero ambos exigiendo que diga siempre algo más que lo necesario, de uno u otro modo.
Cómo no habría de irrumpir poeta, si demasiado pronto conoce la imposibilidad de ser considerado igual entre quienes, se supone, son sus iguales. Porque siempre es distinto, no mejor, sólo distinto. Se maldice por su inevitable, oscura gracia no reclamada de improvisar la tierra, el mar, el aire y sus creaturas, bestias imaginarias que no asustan, dragones enfermos de ternura, estupidez y cosas peores. Ésas que ya todos adivinan, la misma cosa siempre repetida.
Así Iván Garzón, mi hermano lobo, mi espejo, mi nostalgia, mi versión traspapelada y mejor de aquel que una vez fui, en Chiapas, cuando escribió Shahima.
Hace tanto que no eres nada Shahima
Hace tanto que no existo por tu culpa
¿Es que acaso fuiste mi voz extraviada
Mi plegaria en la locura?
Porque si es así:
¡Maldito sea en la madriguera de mi engaño!
Pero si no entonces te desafío a que renazca tu voz
Y que tu voz se convierta en cuerpo
Y en sangre como la mía
Verás que no es fácil pertenecer a este retrato
A este guión de polichinelas
En que las nubes temen moverse por sí mismas
Aguardando el alambre divino
Que también mueve mi propio cuerpo...
Ignoro por completo si en todo tiempo, o sólo éste en que decaigo, el poeta correspondió a la idea o retrato más bien impresionista que he narrado. Lo cierto es que inútiles murientes, poetas de este siglo, amigos y enemigos; funámbulos felices que viven infelices sobre la cola del tigre, del Demonio, del tiempo aparentemente interminable de la Historia, o viceversa; todos aquellos a quienes por azar conocí y desconocí –tal vez secuestrado por el engaño–, yo mismo, somos una generación de desesperados. Siempre a un paso de la indigencia; a un solo paso de mandar al carajo la inutilidad de nuestros días, y cuántas ganas y por qué tarda tanto esta película y qué miseria y cuánto vacío y para qué. Amén. A un solo paso, explicaba, de convertirnos en los inútiles graciosos trágicos del mundo, como siempre se predijo. A un paso nomás de subirnos al ring con Dios y con el Diablo y verles, al fin, la cara de imbéciles que seguro han de tener.
Créanme. Hay todavía poetas que sueñan con la Edad Media. Afilan en secreto y con paciencia los cuchillos de cocina por la madrugada, esperando el tiempo de la venganza. Hay, incluso, alguno que sonríe gracioso al vecino cada mañana cuando lo ve pasar, pero guarda un revólver cargado y engrasado en la congeladora, por si cualquier noche los hielos se terminan o una mañana despierta sin ganas de ser amable.
Los poetas no encuentran, hoy, lugar en el mundo. El planeta no es tan grande como usualmente se cree, y ningún banco –lo sabemos– abre crédito a sujetos así para que construya una casa. Pero eso no es todo. Las parejas ocasionalmente deseadas, si no han enloquecido, los evitan. Cierran las puertas de casi todo bar; les niegan tres veces tres la entrada a casas honorables y no tanto; caen mal si cayeron, y si se levantan los vuelven a hacer caer; pierden la cuenta de los tragos camino del cuarto de baño y se enganchan a cuanta droga se atraviesa en el camino.
Creo que ya ninguno espera nada, pero lo mismo, siguen persistiendo.
Una palabra y otra, y otra más, hay que decirlo, los poetas van perdiendo la batalla. No ganarán nunca. Porque nada hay que se conquiste sin pérdida importante. Además, y por último, convendría preguntarse: ¿acaso hay algo que ganar? Lo dice mejor Cioran, quien opina que la primera cuestión que toda filosofía debiera indagar, antes de todo lo demás, es si la vida tiene sentido. Si la respuesta es negativa, el resto, amigos, en poquísimas palabras, vale para maldita la cosa. ¿Tiene sentido? ¿La poesía, como acto vital, tiene sentido? Tal vez no, pero qué importa.
Que alguien, por favor, me diga qué cosa de todo este mal rollo de vivir SÍ IMPORTA.
Bueno, sí, tal vez conducir a más de doscientos un Mustang amarillo, asientos de piel negros, atropellar en la carrera a veinte o más políticos (mínimo veinte, aclaro, por si alguno decide intentarlo –qué le cuesta– nos libre al menos de veinte), y lanzarse por un acantilado de algo más de dos kilómetros (y eso suponiendo que exista alguno tan alto), mientras fumas el último cigarro de la cajetilla y contemplas el sol cayendo en el horizonte, el tumultuoso mar revolviéndose contra sí mismo en la distancia, destellando frente a ti en la caída, antes de morir el día, tú mismo. El mar primigenio como última visión. Gris. Monstruoso. Imposible... Tal vez eso.
En fin, antes de esa (para mí) hermosa visión que se traslapó al texto, intentaba decir que la poesía es una enfermedad larga y deletérea, cuya descendencia no acaba nunca de decir que ai muere. Aunque a casi nadie le interese.
El poeta, casi siempre, es un desdichado; a veces un estereotipo que entra y sale a conveniencia del odio y del cariño; una mala inversión, un desfalco, un tren descarrilado que pese a todo llega puntualmente a su destino; un heraldo terrible, un dolor crudo, un malparido. Vino mal al mundo, y mal y peor conoció el vino, las drogas, las pasiones. Se cansa, además, de ser lo que tristemente es ya de por sí.
Dice Borges que hay que nacer pirata, poeta o ventrílocuo. Lo demás es puro accidente. Pues bien, si el poeta nace en vez de hacerse –falla de origen que viene al mundo con el más ridículo sentido práctico–, habría de nacer, por fuerza, imbécil. Pero no es así: conoce casi todo por primera y última vez, y mejor casi siempre que cualquiera. A él le son revelados cierta clase de secretos, algunos suyos, la mayor parte ajenos, pero ambos exigiendo que diga siempre algo más que lo necesario, de uno u otro modo.
Cómo no habría de irrumpir poeta, si demasiado pronto conoce la imposibilidad de ser considerado igual entre quienes, se supone, son sus iguales. Porque siempre es distinto, no mejor, sólo distinto. Se maldice por su inevitable, oscura gracia no reclamada de improvisar la tierra, el mar, el aire y sus creaturas, bestias imaginarias que no asustan, dragones enfermos de ternura, estupidez y cosas peores. Ésas que ya todos adivinan, la misma cosa siempre repetida.
Así Iván Garzón, mi hermano lobo, mi espejo, mi nostalgia, mi versión traspapelada y mejor de aquel que una vez fui, en Chiapas, cuando escribió Shahima.
Hace tanto que no eres nada Shahima
Hace tanto que no existo por tu culpa
¿Es que acaso fuiste mi voz extraviada
Mi plegaria en la locura?
Porque si es así:
¡Maldito sea en la madriguera de mi engaño!
Pero si no entonces te desafío a que renazca tu voz
Y que tu voz se convierta en cuerpo
Y en sangre como la mía
Verás que no es fácil pertenecer a este retrato
A este guión de polichinelas
En que las nubes temen moverse por sí mismas
Aguardando el alambre divino
Que también mueve mi propio cuerpo...
Ignoro por completo si en todo tiempo, o sólo éste en que decaigo, el poeta correspondió a la idea o retrato más bien impresionista que he narrado. Lo cierto es que inútiles murientes, poetas de este siglo, amigos y enemigos; funámbulos felices que viven infelices sobre la cola del tigre, del Demonio, del tiempo aparentemente interminable de la Historia, o viceversa; todos aquellos a quienes por azar conocí y desconocí –tal vez secuestrado por el engaño–, yo mismo, somos una generación de desesperados. Siempre a un paso de la indigencia; a un solo paso de mandar al carajo la inutilidad de nuestros días, y cuántas ganas y por qué tarda tanto esta película y qué miseria y cuánto vacío y para qué. Amén. A un solo paso, explicaba, de convertirnos en los inútiles graciosos trágicos del mundo, como siempre se predijo. A un paso nomás de subirnos al ring con Dios y con el Diablo y verles, al fin, la cara de imbéciles que seguro han de tener.
Créanme. Hay todavía poetas que sueñan con la Edad Media. Afilan en secreto y con paciencia los cuchillos de cocina por la madrugada, esperando el tiempo de la venganza. Hay, incluso, alguno que sonríe gracioso al vecino cada mañana cuando lo ve pasar, pero guarda un revólver cargado y engrasado en la congeladora, por si cualquier noche los hielos se terminan o una mañana despierta sin ganas de ser amable.
Los poetas no encuentran, hoy, lugar en el mundo. El planeta no es tan grande como usualmente se cree, y ningún banco –lo sabemos– abre crédito a sujetos así para que construya una casa. Pero eso no es todo. Las parejas ocasionalmente deseadas, si no han enloquecido, los evitan. Cierran las puertas de casi todo bar; les niegan tres veces tres la entrada a casas honorables y no tanto; caen mal si cayeron, y si se levantan los vuelven a hacer caer; pierden la cuenta de los tragos camino del cuarto de baño y se enganchan a cuanta droga se atraviesa en el camino.
Creo que ya ninguno espera nada, pero lo mismo, siguen persistiendo.
Una palabra y otra, y otra más, hay que decirlo, los poetas van perdiendo la batalla. No ganarán nunca. Porque nada hay que se conquiste sin pérdida importante. Además, y por último, convendría preguntarse: ¿acaso hay algo que ganar? Lo dice mejor Cioran, quien opina que la primera cuestión que toda filosofía debiera indagar, antes de todo lo demás, es si la vida tiene sentido. Si la respuesta es negativa, el resto, amigos, en poquísimas palabras, vale para maldita la cosa. ¿Tiene sentido? ¿La poesía, como acto vital, tiene sentido? Tal vez no, pero qué importa.
Que alguien, por favor, me diga qué cosa de todo este mal rollo de vivir SÍ IMPORTA.
Bueno, sí, tal vez conducir a más de doscientos un Mustang amarillo, asientos de piel negros, atropellar en la carrera a veinte o más políticos (mínimo veinte, aclaro, por si alguno decide intentarlo –qué le cuesta– nos libre al menos de veinte), y lanzarse por un acantilado de algo más de dos kilómetros (y eso suponiendo que exista alguno tan alto), mientras fumas el último cigarro de la cajetilla y contemplas el sol cayendo en el horizonte, el tumultuoso mar revolviéndose contra sí mismo en la distancia, destellando frente a ti en la caída, antes de morir el día, tú mismo. El mar primigenio como última visión. Gris. Monstruoso. Imposible... Tal vez eso.
En fin, antes de esa (para mí) hermosa visión que se traslapó al texto, intentaba decir que la poesía es una enfermedad larga y deletérea, cuya descendencia no acaba nunca de decir que ai muere. Aunque a casi nadie le interese.
Parafraseando a Cortázar (El suicidio de las gotas) y a Donoso (El obsceno pájaro de la noche), aquí termino: Adiós poesía; que te vaya bien; no bebás ni fumís; no te portés mal; no te metás drogas; no soñés, no llorés; ya está bien; adiós, adiós, adiós.