lunes, septiembre 25, 2006

Poetas Border

El poeta es un outsider, un paria, un desterrado. Su patria es un cigarro, dos amigos, una taza, tres resentimientos, la culpa, el amor, todas las mujeres y todos los hombres. A veces más, por supuesto. Como sea, es un disidente fervoroso, astuto y suspicaz, de la raza humana. Confía en el destino y a su arbitrio lo abandona todo. Sabe que nada ocurre por casualidad, aunque nada tenga sentido. Anda siempre con los bolsillos repletos de papeles, emborronadas servilletas que no aciertan a dar con el paradero de uno u otro fantasma o paranoia con quien mantiene correspondencia; siempre maldiciendo y recontando una a una sus palabras, como si temiera perderlas en el bus, los restaurantes, las cantinas... En suma, un supersticioso. Un supersticioso poco amable y completamente endiablado, si me lo preguntan.
No tiene lugar. Su lugar es el mundo. Tiene un asiento que lo espera en todas partes, pero siempre lo haya ocupado, lejano del sitio de su gusto, o no lo encuentra. Se forma en la fila equivocada; extravía los documentos importantes; jamás carga un paraguas, y cuando lo hace no es aún la temporada. Deja para mañana lo que puede hacer hoy.
Es un ser horrible, quería decir, dislocado y sentimental; pierde la razón tan pronto como empieza a recitar versos no recuerda ya de quién. Canta en la calle con inmoderado volumen, persigue chicas o chicos, según el caso; se mete en los bares, se ensucia y contamina de todo y por cualquier cosa. En general, está mejor no estando. Y lo sabe, pero nada puede hacer por evitarlo. Él está, aunque nadie, ni él mismo, quiera. Y así va por la vida. Imposibilidad a pie contradiciendo lo posible.

Ésta es la casa del dolor, del miedo. Aquí, un espejo retrata espectros que entre fragores y alarmas, se meten en las fotografías para recobrar al mundo en una mirada. Casa donde los únicos huéspedes son las pesadillas, los resentimientos. En todos sus cuartos el Infierno se haya distribuido equitativamente… Aquí vivo yo, leyendo las siete vidas de los gatos en los ojos de la que amo.

Así dice Luis Ferrer, quien –claro– debiera hacer más por sí mismo. El problema es que no puede: es incapaz de traicionarse, de hacer nada que no sea verdadero, exceptuando el amor, por supuesto. Noqueador auténtico, idealista soldado infamado de verdades. O ficciones que lo parecen. Así es él. Y el mundo, ya lo sabemos, está hecho de mentiras.
Luis vive extraviándose, perdiéndose a cada paso; interesado siempre en aquello que no le interesa: postergado que llora y ríe su transcurrir de la forma más extraña, y todo al mismo tiempo. Todo.
A Luis, mi amigo –ese náufrago irredento que me desespera tanto–, le da a veces por buscar una rara especie de insecto que ha de salvarlo de sí mismo. Una araña imposible que llore por él lo que desde ya carece de remedio. No hay pena que sirva, explicación que convenza. Y así se lamenta:

Vine aquí porque siempre quise tener una araña que supiese llorar. De niño me gustaba pensar que algún día me marcharía a cazar ballenas a bordo de un gran navío pirata. Casi podía oler la sangre desparramada sobre espumas a discreción, los arpones indispuestos a anularle el dolor a las olas.
No sin amargura, en ciertas tardes de sol evocaba muchachas cuyo suicidio había sido conveniente porque nadie las vio desnudas. Y mientras los cetáceos coleaban contra la embarcación y hacían presentir la inminencia del naufragio, yo echaba de menos el día en que de la mano de la abuela fui a conocer el mar, y por su turbulencia supe lo que más habría de amar en una mujer
Si las aguas me llegaban al cuello, mi madre interrumpía las navegaciones y me curaba el llanto. Enterada de mis obsesiones marinas, advertía la mejor forma de evitar un desastre: poseer siempre una araña que supiese llorar.
Para mi mala fortuna, en el lugar donde yo vivía, nadie sabía de esa rara especie de araña. Por eso vine aquí, a esta olvidada sentina que ignora la dicha desde los tiempos de la primera luz. Estoy seguro que el día menos pensado al fin la encontraré.

El poeta, casi siempre, es un desdichado; a veces un estereotipo que entra y sale a conveniencia del odio y del cariño; una mala inversión, un desfalco, un tren descarrilado que pese a todo llega puntualmente a su destino; un heraldo terrible, un dolor crudo, un malparido. Vino mal al mundo, y mal y peor conoció el vino, las drogas, las pasiones. Se cansa, además, de ser lo que tristemente es ya de por sí.
Dice Borges que hay que nacer pirata, poeta o ventrílocuo. Lo demás es puro accidente. Pues bien, si el poeta nace en vez de hacerse –falla de origen que viene al mundo con el más ridículo sentido práctico–, habría de nacer, por fuerza, imbécil. Pero no es así: conoce casi todo por primera y última vez, y mejor casi siempre que cualquiera. A él le son revelados cierta clase de secretos, algunos suyos, la mayor parte ajenos, pero ambos exigiendo que diga siempre algo más que lo necesario, de uno u otro modo.
Cómo no habría de irrumpir poeta, si demasiado pronto conoce la imposibilidad de ser considerado igual entre quienes, se supone, son sus iguales. Porque siempre es distinto, no mejor, sólo distinto. Se maldice por su inevitable, oscura gracia no reclamada de improvisar la tierra, el mar, el aire y sus creaturas, bestias imaginarias que no asustan, dragones enfermos de ternura, estupidez y cosas peores. Ésas que ya todos adivinan, la misma cosa siempre repetida.
Así Iván Garzón, mi hermano lobo, mi espejo, mi nostalgia, mi versión traspapelada y mejor de aquel que una vez fui, en Chiapas, cuando escribió Shahima.

Hace tanto que no eres nada Shahima
Hace tanto que no existo por tu culpa
¿Es que acaso fuiste mi voz extraviada
Mi plegaria en la locura?
Porque si es así:
¡Maldito sea en la madriguera de mi engaño!
Pero si no entonces te desafío a que renazca tu voz
Y que tu voz se convierta en cuerpo
Y en sangre como la mía
Verás que no es fácil pertenecer a este retrato
A este guión de polichinelas
En que las nubes temen moverse por sí mismas
Aguardando el alambre divino
Que también mueve mi propio cuerpo...


Ignoro por completo si en todo tiempo, o sólo éste en que decaigo, el poeta correspondió a la idea o retrato más bien impresionista que he narrado. Lo cierto es que inútiles murientes, poetas de este siglo, amigos y enemigos; funámbulos felices que viven infelices sobre la cola del tigre, del Demonio, del tiempo aparentemente interminable de la Historia, o viceversa; todos aquellos a quienes por azar conocí y desconocí –tal vez secuestrado por el engaño–, yo mismo, somos una generación de desesperados. Siempre a un paso de la indigencia; a un solo paso de mandar al carajo la inutilidad de nuestros días, y cuántas ganas y por qué tarda tanto esta película y qué miseria y cuánto vacío y para qué. Amén. A un solo paso, explicaba, de convertirnos en los inútiles graciosos trágicos del mundo, como siempre se predijo. A un paso nomás de subirnos al ring con Dios y con el Diablo y verles, al fin, la cara de imbéciles que seguro han de tener.
Créanme. Hay todavía poetas que sueñan con la Edad Media. Afilan en secreto y con paciencia los cuchillos de cocina por la madrugada, esperando el tiempo de la venganza. Hay, incluso, alguno que sonríe gracioso al vecino cada mañana cuando lo ve pasar, pero guarda un revólver cargado y engrasado en la congeladora, por si cualquier noche los hielos se terminan o una mañana despierta sin ganas de ser amable.
Los poetas no encuentran, hoy, lugar en el mundo. El planeta no es tan grande como usualmente se cree, y ningún banco –lo sabemos– abre crédito a sujetos así para que construya una casa. Pero eso no es todo. Las parejas ocasionalmente deseadas, si no han enloquecido, los evitan. Cierran las puertas de casi todo bar; les niegan tres veces tres la entrada a casas honorables y no tanto; caen mal si cayeron, y si se levantan los vuelven a hacer caer; pierden la cuenta de los tragos camino del cuarto de baño y se enganchan a cuanta droga se atraviesa en el camino.
Creo que ya ninguno espera nada, pero lo mismo, siguen persistiendo.
Una palabra y otra, y otra más, hay que decirlo, los poetas van perdiendo la batalla. No ganarán nunca. Porque nada hay que se conquiste sin pérdida importante. Además, y por último, convendría preguntarse: ¿acaso hay algo que ganar? Lo dice mejor Cioran, quien opina que la primera cuestión que toda filosofía debiera indagar, antes de todo lo demás, es si la vida tiene sentido. Si la respuesta es negativa, el resto, amigos, en poquísimas palabras, vale para maldita la cosa. ¿Tiene sentido? ¿La poesía, como acto vital, tiene sentido? Tal vez no, pero qué importa.
Que alguien, por favor, me diga qué cosa de todo este mal rollo de vivir SÍ IMPORTA.
Bueno, sí, tal vez conducir a más de doscientos un Mustang amarillo, asientos de piel negros, atropellar en la carrera a veinte o más políticos (mínimo veinte, aclaro, por si alguno decide intentarlo –qué le cuesta– nos libre al menos de veinte), y lanzarse por un acantilado de algo más de dos kilómetros (y eso suponiendo que exista alguno tan alto), mientras fumas el último cigarro de la cajetilla y contemplas el sol cayendo en el horizonte, el tumultuoso mar revolviéndose contra sí mismo en la distancia, destellando frente a ti en la caída, antes de morir el día, tú mismo. El mar primigenio como última visión. Gris. Monstruoso. Imposible... Tal vez eso.
En fin, antes de esa (para mí) hermosa visión que se traslapó al texto, intentaba decir que la poesía es una enfermedad larga y deletérea, cuya descendencia no acaba nunca de decir que ai muere. Aunque a casi nadie le interese.
Parafraseando a Cortázar (El suicidio de las gotas) y a Donoso (El obsceno pájaro de la noche), aquí termino: Adiós poesía; que te vaya bien; no bebás ni fumís; no te portés mal; no te metás drogas; no soñés, no llorés; ya está bien; adiós, adiós, adiós.

martes, septiembre 12, 2006

El mundo que perdimos

I
Son apenas las cuatro treintaidós. Todavía ni amanece y ya tengo sueño; estoy borracho y no tengo la más puta idea de dónde pude haber dejado los zapatos. Había lodo en la entrada, además. He de estar envejeciendo. Ya no recuerdo.
Como si fuera poco, acabo de recibir cuatro o cinco mensajes de, mis amigos, allá en Chiapas. No tengo crédito en el celular, así que no puedo responder. Me cuentan que están bebiendo también, que Déborah volvió, que hubo quien me extrañó en no sé cuántos lugares sin bandera mexicana de navegación y que tendría que estar ahí, pues qué carajo hago en Xalapa de Mis Perros Muertos, ¿soy pendejo o qué?, si aquí nadie me quiere, es más, ni me gusta estar aquí, llueve todo el tiempo, pero así soy yo, ni la burla perdono, porque nunca entiendo nada, seré tarado, sí, tarado, a todas luces, porque ustedes me extrañan y me entienden, ustedes sí, no como yo, que nunca sé un carajo... ¿Qué más? Ah sí, ¿por qué no me uno a la parranda? (Chorrocientos kilómetros de viaje no son, seguro, razón suficiente para no asistir a la fiesta, habrá regalos y sorpresas). En fin, ese tipo de mensajes que nadan felizmente en alcohol y nostalgia y cariño y ya qué caso, y me hacen encender la máquina de palabrear para decir, cómo no, que esta boca es mía.
(Dónde coño habré dejado los zapatos).

II
El mundo que dejamos; aquella materia consumida ahora, que no tenía prescripción y que no fue poca ni barata; peligro autodestructivo y desterrado; hoguera donde todo y nadie ardió, después de todo; maldición que funambula sobre el rabo del Diablo, espantando al sueño y sus creaturas; elemental aprendizaje de la vida y su malversación. El mundo perdido quién sabe si a perpetuidad. Todo eso, y todo con dolor y qué miedo y qué vulgar, triste simpleza, luego del feroz portazo echado tras la espalda.
Creo con certeza que he perdido más vidas de las que viví. La primera, cuando dejé ir a mi madre y hermanas en un coche rumbo del olvido (fue ése el último día que vi en el espejo el rostro bueno que tenía). Después, cuando mi padre también hubo de irse (si la edad y el reino perdido a esa edad no me volvieron loco, pueden atribuirlo sólo a que –como todos– tenía ganas de lastimar gente todavía). Y poco más tarde, cuando lapidé para siempre aquella broma casi tierna de aquellos que fingieron llamarse como yo, otras tantas vidas que tuve y olvidé: el abusivo, el músico, el mal torero, el peleador, el amante, el obrero, el deportista, el comerciante, el cantor, el maestro, el corrector, el reportero, el transeúnte, el vago, el estudiante... Toda vida que elegí y abandoné a propósito.
Votar por una vida es rechazar aquellas que hacen todavía fila en la infinita posibilidad de lo imposible. Esto –mucho mejor que yo– lo dice Borges, o alguien más, pero esta descomunal ebriedad me impide recordar en dónde y cómo, y citarlo de forma adecuada. En fin, quise decir: que es imposible no pensar en el clásico “y si hubiera...”; aunque digan que el hubiera nunca llegó a tiempo o no existió.
Pero nadie ya, después de Lázaro, es inmortal o resucita. Nadie quiso inventar la frustración, lo inevitable, el misterio de un calzado que se pierde siempre en mala hora para extraviar la cuenta de los pasos y ensuciarnos pies y pantalón de lodo.
Y eso, por supuesto, tampoco sirve de consuelo.

III
Además de cerros, pueblos y ciudades, abandonamos también amigos, socios, cariños, camaradas, cafés, historias, mundos y linajes, “entre otras cosas”, nos cuenta el inventario de la Nada.
Posesiones ajenas que hicimos nuestras y dejamos. Superstición, regaño, estupidez, aburrimiento, luz y cenizas. Todo lo que el otro no ocultó, o no quiso, y se volvió entrañablemente nuestro. Gambitos de dama inexplicables, filosofías de arrabal, Casius Clay noqueando a formidables boxeadores; tres heróicos bandidos, tres Parcas, tres Vírgenes, tres Dolores y Julias y Marías que fueron nuestras en cualquier calle, cierto burdel, una esquina, alguna cama. Nada ni nadie hubo que los ojos no asaltaran ni pretendieran robar esas manos que tuvimos y eran nuestras. Todo, pero todo amor, lo digo parodiando pero en serio, todo amor no fue más que naufragio. Para qué engañarse.

IV
El mundo perdido, amigos –aunque insistan en beberlo–, se los digo, ya no existe. Fue una gota que no acababa de caer pero cayó, el sueño de un tesoro al otro lado de la isla, al otro lado de esa ficción visual que llamamos arcoiris, de un iba pasando, un se me ocurrió, una locura, qué sé yo.
Pero queda aún la carretera; su música ocurriendo, o con altas posibilidades de que pase junto a nosotros que desde ya estamos yéndonos hacia otro destino imperfecto todavía; quedan aún las nubes que atraviesan el horizonte sin llorar, sin recordar nada; queda una luz; una idea, un ya qué importa. Y sí, qué importa. Dejemos que todo esto suceda, que se vaya a donde deba, a donde quiera, en principio y en fin, largarse. Digamos salud, ai nos vemos, cuídense mucho, o mejor no se cuiden, no sean cobardes. No se cuiden. Un abrazo. ¿Volverán las golondrinas? Tal vez no, pero su oscuridad siempre será hermosa. Y que el Diablo nos bendiga. Qué más da.
P.S: Ya me acordé; ahora sé dónde exactamente dejé los zapatos. Imposible recuperarlos. Tampoco importa demasiado. Tengo otro par. Siempre lo tengo.

miércoles, septiembre 06, 2006

Insomnio

Mala costumbre la mía de no terminar lo que comienzo. Sucede que siempre he soñado con un poema en el que diga todo lo que puedo y quiero decir, a propósito de mis posibilidades expresivas; nunca me ha importado demasiado la unidad del texto. No creo en la unidad, no me interesa. Me importa sólo la tensión, la carga eléctrica atravesando las palabras, quemándolas, librándolas de sí y de mí. Sólo es eso.
Éste es un nuevo intento, o como apuntara Eliot, un diferente género de fracaso. Es un fragmento, y estoy seguro que el remate es malísimo, pero es provisional, pues el resto del poema continúa en proceso de construcción. Disculpe las molestias que esto le ocasiona.


Vértigo de la medianoche,
escalofrío que recorre y atraviesa las vértebras del sueño que no llega.
Hastío, cansancio, arrumbada oscuridad debajo del ropero.

Ésta es la rabia impronunciable del insomnio;
la luz enferma, el ciego devaneo de las horas nombrando a sus criaturas;
pólvora del recuerdo, cristal enfermo donde hay una mancha parecida a mí;
espejo donde los nombres me acechan y se pierden
cuando ya he gastado toda la nostalgia,
mis ganas de sufrir, la rabia frenética de la memoria y sus palabras.
Y ya no queda más que nada.

Quiero decir que me parecen las sábanas, hoy, inhabitables;
que me cuesta la resignación bastante más allá de lo que creo,
que no me basta el cuerpo en el artificio de la respiración;
que necesito entidades parásitas creciendo en la heladera,
invocando mi asco, el lamento escandaloso
de cadenas arrastradas sobre el filo del cuchillo en la cocina,
todo el tiempo, cuando ya no lo hay o sobra demasiado.
Que preciso algo como un milagro nacido en la tiniebla del alcohol,
oasis donde los sedientos de peligro encuentran redención
sin necesidad de fingida disculpa;
crucifijo de los mapas que apuntan a ninguna parte
y en cada traspiés pierden el rumbo, cinco taxis
y la cuenta de los tragos,
camino al cuarto de baño de la casa.


Descorcho esta botella,
y en el movimiento perezoso de la mano, algún demonio se libera.
Vociferante diablo que inyecta oprobios, evidente riña,
parietales golpes contra el inculpado cordero de cantina.
Leviatán en construcción, a medio camino entre el terror,
la aventura, el terremoto;
doloroso intercambio sentimental de borracho y prostituta:
mezclados aromas que ruedan sobre dos quimeras paralelas;
conclusión romántica en medio de la obscenidad antes del alba;
cama en donde Dios, el portero, la cartera, cualquier cosa,
se posterga, derrumba y catapulta al nuevo día en la ventana:
verdugo inexperto en plazas inventadas
para conquista de la chusma y el escarnio.

Pero todo esto es mentira: juegos,
pirotecnia donde el verbo, la manipulación y el artificio
levantan el Coliseo del Invento y la Desdicha.

El Diablo, la botella y su anegado misterio conforman el mundo de lo cierto.
Y yo aquí, también, irrenunciable, angustiadamente verdadero,
seguro, guarecido en la insoportable negrura del desvelo amargo.

Aburrido, postergado, temeroso, servil, cobarde, adjetivo y sin dinero,
bebo dos, cuatro, cien tragos de aguardiente
y vuelvo a pensar en el Diablo que me aguarda al final de este cristal;
en mi poseída exageración, anticristos que velan mi sombra todavía;
Dios, las meretrices, toda posible tumba que me acecha;
la vinata, este edificio, mi Babel de espectros y de sombras.
Penumbra que se yergue y disfraza de hombre
sobre un terráqueo globo encima del librero.

La botella es el mundo; estas palabras, su informe de rendición,
su torpe melodía de borracho desvelado e impelido de hartazgos y lamentos,
conjuros y venganzas, olvidos contra nadie;
garabateados salvoconductos del insomnio,
cuando Nunca Jamás ya clausuró sus puertas.
Amor, mentira.
Temblor y rabia.


Algo sucede con la madrugada.
Hay un ruido descompuesto de cosas que no importan, pero pasan:
ebrios en mitad de la calle, tarareando, mal, canciones aprendidas hace tiempo.
Ruido descompuesto y multitudinario de perros aulladores;
gemidos, flores en puertas ya desfallecientes,
cosas peores rodando escaleras pecho adentro.
Velocidad de automóviles y motocicletas;
fúnebres carrozas, grullas, ambulancias, autos patrulla, agentes de tránsito y la policía en pos de muertos, suicidas, prostitutas, ladrones, homicidas, camellos, bandoleros, peleadores, drogadictos, estafadores, activistas, rotos, partidarios, jodidos, perdidos, perdedores, golpeadores, padrotes, pendejos, insurrectos, parias, zurdos, exhibicionistas, disidentes, trasnochados, quebrantados, rompeleyes, inmorales, malnacidos, hijititos de putita, alterando siempre el orden público de durmientes, madrugadores, señores, niños y decentes damas que esperan despiertas al marido con cuatro rosetones abiertos al cariño indecoroso que tal vez nunca llegará.

Algo sucede afuera en toda madrugada,
persistencias plagadas del ruido de cosas que pasan,
fantasmas heroicos y obscenos.
Duele ver que son otros quienes viven y ocurren y delinquen,
malvendiendo su alma, siempre a la baja en el mercado.

Y uno aquí: obediente, manso, limitado,
romántica sucursal del hartazgo insomne,
doméstico borracho perdido entre la bruma de todo aquello,
y todo entre la niebla.
Inmensidad que aburre,
hartazgo agigantado: masturbación nocturna, pez, complejo, nada.
Apenas un ruido descompuesto que persiste
en los millones de timbres que a esta hora se niegan a sonar,
para anunciar la aparición del mundo,
cuando ya he saqueado casi todas mis palabras.

Ternura,
vil sordera,
casi cruel insomnio.

Ésta es la noche.
Éste, el insomnio.