Desde que no te acuerdas,
arrastra el diablo miserable de mi alma sus cadenas por la casa,
extraviando mi sombra en el espejo,
esa carta que no remití nunca para saber tu paradero.
enmohecen las medias que olvidaste en el ropero,
casi tanto como el recuerdo de tus piernas,
imposiblemente sobornables,
aquella noche que dormiste aquí.
Desde que te dio por convertirme en el feroz objeto de tu ausencia,
sueña una guitarra ser de nuevo el perchero de tus bragas,
el conmovido desorden que a menudo ensombrece tu partida.
Los trenes que van a ningún lado parten todos de mis ojos.
Debiste saberlo: era yo aquel tipo que en dos horas envejeció sobre el andén aquella tarde que también faltaste,
y quien más tarde asesinó al joven que había sido, a un payaso y tres maridos...
con tan mala suerte que no fue ninguno el tuyo.
Estoy hablando desde la plaza sitiada de mi orgullo,
amontonado contra un montón de cosas sin sentido.
Son estas palabras mi parte de guerra en la derrota;
el mundo, una película que vi sin ganas un domingo,
en cualquier parte, un poco menos que aburrido,
como otros tantos jueves sin tu boca.
Ya lo ves:
hasta el cigarrillo que ayer dejaste
sobre un plato, manchado de labial,
se agacha avergonzado cuando paso.
Te odio hoy también por eso hasta el fastidio,
porque en este momento, complacido,
colgaría tu cuerpo bajo un poste.
Aunque después, qué importa, de nuevo te llorara;
y estropeado ya el orgullo,
de rodillas suplicara perdón...
si en cualquier momento aparecieras.
Todo lo que dejaste cada vez que te largabas
tropieza en esta hora con mi suerte;
emborrona éste y todos mis papeles,
con su legión de idiota fantasía;
vil borrachera en busca de su sed,
tan hastiada que casi me conmueve.
Y además estoy desnudo.
Porque espero de ti ya cualquier cosa,
o tal vez el rumor de tu sombrilla
apagándose en mitad del patio o la escalera.
Siempre es eso a fin de cuentas:
un ruido que tropieza en mitad de algo,
a medio camino entre la tarde y mi lujuria;
el humo que adivino interminable,
esta pifia de versos que te engañan.
Y ya ves el resultado: me miran desde lejos mis creaturas con desgana. No sé bien de qué se esconden, y tampoco ignoro que te aguardan como a una imposibilidad posible acaso; mientras, igual que yo, inventan diez mil razones para odiarte, para hervir en tu nombre y maldición una promesa que hoy encanece intolerable.
Demasiado bien supiste todo eso.
Toda derrota en tu nombre escarnecida.
Todo quebranto que en tu nombre padecí.
El arañazo en el cristal firmado con tu nombre...
Demasiado bien supiste todo.
Y nada más por eso no llegaste.
Ni soñaron tus ganas con mi puerta.