lunes, febrero 05, 2007

Y además es imposible




“El infierno son los otros”, sentenció alguna vez Sartre*. Los otros: el espejo en llamas que distorsiona la imagen de aquellos que quisimos o querríamos ser; la maldición que es preciso conjurar; la piedra inamovible; las cadenas prometeicas; el reino en ruinas que fue nuestra heredad inaprensible. Los otros, la completud imposible, la mitad prohibida del mundo, la espada flamígera que blande un arcángel en la entrada del Paraíso... si hubiera en la posibilidad lugar para la existencia del Paraíso, el arcángel y su espada de fuego.
El hombre nace sin tener idea de sí mismo. El primer descubrimiento es la asfixia de la expulsión, suplicio, prueba biológica del mundo para acceder a él, sin pedirlo. Y enseguida vienen los otros, la otredad, incluso cuando más tarde percibimos a ese otro en el espejo, no sé si conscientes de ser nosotros mismos.
¿En quiénes nos convertimos entonces cuando finalmente llegamos al descubrimiento de nuestra propia imagen, el infantil monstruo al otro lado del reflejo, mirándonos como sin comprender bien qué está mirando?
Todo afán se torna lucha, violencia que pugna por equilibrar el yo con la imagen del mundo, y por esa medida introducirnos en él o viceversa. Insisto: todo es pelea, obstinación y miseria.
¿Quién que se jacte de ser aquel que deseó, no debió antes imponer su visión, su poder y su leyenda a los otros que le rodearon, antes y después, en el camino de la vida? Porque “triunfo” significa imposición. Pero eso no basta, la conquista no será nunca suficiente si además no poseemos aquello que conquistamos. ¿Quién puede decir que posee tan totalmente al otro que ha aprehendido e integrado las respuestas de aquel ser al suyo propio? Y entonces, ¿cómo evitar que sobrevenga la angustia y nos arrastre y pisotee contra el suelo de la porqueriza que llamamos frustración?
Y aunque se dice que todo quiere seguir siendo lo que es, porque el uno debe ser por encima del todo (el yo, ese pequeño dios maniático, quiere que todo esté hecho a imagen y semejanza de sí mismo), tal vez otro camino sea someterse a la esclavitud de estar hecho a imagen y semejanza de lo otro. Pero es igual de inútil: gane quien gane, haya sometimiento de una u otra parte, o no, no hay lugar para el encuentro, para la armonía sencilla de dos mundos que desean volverse uno. No lo hay.

El infierno es la angustia de no poseer al otro ni ser poseídos por aquél, como sea, con tal de escapar de cualquier modo de la prisión de nosotros mismos.
No es culpa de nadie. Tal vez sea ésa la verdad escondida tras el mito del pecado original: la soledad legítima, ancestral, arquetípica, la única que antes y después de todo cuenta. La primera, segunda, antepenúltima, penúltima y última, total soledad. Quizá, no lo sé.
Alguna vez me dijeron que el amor salva, pero aún no lo creo. El amor implica sometimiento, astucia, enfermedad, pena y consuelo que no basta, aunque pretenda atravesar los corredores blanquísimos, acojinados, del manicomio del nosotros. Del uno al otro, del otro al uno, de ambos al amor del otro. Al final siempre será lo mismo: buenos y malos recuerdos, peores y mejores épocas, mayor y menor entrega, una balanza que se resiste a la igualdad. Puras pobrezas.
Escuché la pregunta una vez en una película (ya sé, ya sé, pero igual vale). A la fecha no sé responder: ¿Cómo amar sin poseer?
Las relaciones humanas son tan complejas que a lo mejor convendría pensar simplemente, como en aquella canción de Liliana Felipe: “Se van a amar, pues amensen; se van a odiar, sepaaaareeensen...” Qué lindo fuera y qué sencillo, pero qué carajo… además es imposible.


* Únicamente conozco la cita por referencias. La obra de Sartre, en realidad, me es casi desconocida, lo confieso con vergüenza. De él nada más he leído La náusea y Las moscas. No sé si Sartre le habrá dado el sentido que yo apenas he (mal) emborronado aquí para explicarme alguna idea. Mis opiniones, por tanto, son sólo eso: opiniones, aunque seguramente esté influido por lecturas. Tampoco importa mucho. No pretendía ser original.

viernes, enero 12, 2007

El rencor

Desde que no te acuerdas,
arrastra el diablo miserable de mi alma sus cadenas por la casa,
extraviando mi sombra en el espejo,
esa carta que no remití nunca para saber tu paradero.

Desde que en tu paso por el mundo olvidas brújula y reloj,
enmohecen las medias que olvidaste en el ropero,
casi tanto como el recuerdo de tus piernas,
imposiblemente sobornables,
aquella noche que dormiste aquí.

Desde que te dio por convertirme en el feroz objeto de tu ausencia,
sueña una guitarra ser de nuevo el perchero de tus bragas,
el conmovido desorden que a menudo ensombrece tu partida.

Los trenes que van a ningún lado parten todos de mis ojos.
Debiste saberlo: era yo aquel tipo que en dos horas envejeció sobre el andén aquella tarde que también faltaste,
y quien más tarde asesinó al joven que había sido, a un payaso y tres maridos...
con tan mala suerte que no fue ninguno el tuyo.

Estoy hablando desde la plaza sitiada de mi orgullo,
amontonado contra un montón de cosas sin sentido.
Son estas palabras mi parte de guerra en la derrota;
el mundo, una película que vi sin ganas un domingo,
en cualquier parte, un poco menos que aburrido,
como otros tantos jueves sin tu boca.

Ya lo ves:
hasta el cigarrillo que ayer dejaste
sobre un plato, manchado de labial,
se agacha avergonzado cuando paso.

Te odio hoy también por eso hasta el fastidio,
porque en este momento, complacido,
colgaría tu cuerpo bajo un poste.
Aunque después, qué importa, de nuevo te llorara;
y estropeado ya el orgullo,
de rodillas suplicara perdón...
si en cualquier momento aparecieras.

Todo lo que dejaste cada vez que te largabas
tropieza en esta hora con mi suerte;
emborrona éste y todos mis papeles,
con su legión de idiota fantasía;
vil borrachera en busca de su sed,
tan hastiada que casi me conmueve.

Y además estoy desnudo.
Porque espero de ti ya cualquier cosa,
o tal vez el rumor de tu sombrilla
apagándose en mitad del patio o la escalera.
Siempre es eso a fin de cuentas:
un ruido que tropieza en mitad de algo,
a medio camino entre la tarde y mi lujuria;
el humo que adivino interminable,
esta pifia de versos que te engañan.

Y ya ves el resultado: me miran desde lejos mis creaturas con desgana. No sé bien de qué se esconden, y tampoco ignoro que te aguardan como a una imposibilidad posible acaso; mientras, igual que yo, inventan diez mil razones para odiarte, para hervir en tu nombre y maldición una promesa que hoy encanece intolerable.

Demasiado bien supiste todo eso.
Toda derrota en tu nombre escarnecida.
Todo quebranto que en tu nombre padecí.
El arañazo en el cristal firmado con tu nombre...

Demasiado bien supiste todo.
Y nada más por eso no llegaste.
Ni soñaron tus ganas con mi puerta.