jueves, diciembre 07, 2006

Desesperados

Para Iván

I
Es curiosa la vida. Antes o después, se sueña con ser algo, ser alguien; intenta algunas cosas, deshecha las más, y un día, de pronto, uno sabe que ha llegado a algún lado, para bien o mal, e ignoro aún si importa cómo.
Bienaventurado aquel que no se perdió después de mil intentos; aquel que logró ser quien soñó o está en vías de; y bienaventurado aquel que soñó menos de lo que fue, y también quien no soñó y sabe, sin embargo, quién es y a dónde va a llegar.
Quienes ya no somos tan jóvenes y tampoco nos hallamos en ninguno de esos casos, sabemos que el futuro es un sueño que afrontamos con miedo o, tal vez peor, para algunos, a quienes finalmente ha dejado de importarles. Y eso, desconozco por qué, da valor o trae consuelo de algún modo, aunque es el más triste de los bálsamos, hay que decirlo. Y, para aquellos valientes que pretendan algo mejor o tengan un par de respuestas bonitas bajo la manga (junto con cinco ases), quiero decirlo: hablo por mí y unos cuantos; allá ustedes, en todo caso.
Yo no sé qué pasa –casi nunca tengo la menor idea de nada, ya lo he dicho antes–, pero la mayor parte de quienes conforman el mundo de mis amigos y me han acompañado en este mal rollo de crecer, pertenecemos, casi todos, a una generación de desesperados. Intentamos hacer bien las cosas, no corrompernos, nunca pedir ni cobrar favores, llorar y reír siempre en serio, y siempre bien; y hasta hoy y hasta donde sé, ninguno siquiera ha visto de cerca la coraza de aquello que una vez llamamos Nuestro Sueño.
Será, quizá, que creímos demasiado a pie juntillas en una isla que antaño se llamó Utopía y que alguien incendió cuando todavía ni nacía esa generación de que hablo en este momento, cuando el siglo XXI abre el feroz hocico; o fue tal vez que ni familia ni amigos estrecharon lazos con mundos que pudieran alguna vez darnos abrigo; o que rechazamos toda ayuda que no proviniera de nosotros; o exageramos la importancia del dinero; o, como Camus predijo, se acabaron las ideologías y no supimos inventar un mundo diferente. No lo sé. Lo cierto es que no nos faltó osadía, no siempre, y aun así no hemos llegado muy lejos.
Oh, Señor, tú desplumas abrasando, escribió alguna vez Eliot, según no recuerdo qué traducción alguna vez leída. Y henos aquí: bípedos pensantes y desplumados a la brasa, perdidos y sumamente encabronados; ah, y claro, con ganas de tirar la mesa sobre la cara del jugador de enfrente, gritando, cuchillo en mano, que fue trampa: ¡Vas a morir, perro! Y el público que ríe y ríe y sigue y seguirá riendo.
Canallas...
Y ya nadie nos cree.

II
Me habría gustado ser muchas cosas: torero, boxeador, chef, cineasta, piloto de aviones o de autos –creo que para eso último poseo todavía alguna aptitud (y quien no me crea, présteme su coche, si se anima)–, bandido de vieja escuela de película, contrabandista y músico. Pero me faltó talento para todo y, otras veces, también, ambición o dinero.
A cambio, fui obrero, comerciante de embutidos, asistente de químicos farmacobiólogos, mesero, editor, cantante, reportero, profesor y bibliotecario... ah sí, y corrector de estilo (para otros, porque para mí soy francamente el peor: un corrector es casi ciego cuando se trata de las erratas propias).
Con todo, no he logrado ni media mitad de un retazo de lo que deseé. Cuando era buen estudiante y deportista, me volqué en el ajedrez; después, cuando ya casi estaba en vías de ser mejor ajedrecista que estudiante, llegaron los vicios; más tarde fueron las letras quienes me sedujeron las infames y, por último, dejé de jugar en serio con las palabras para infidelizarlas con la vida. Hoy ya no sé ni quién soy o fui: sé, eso sí, que vienen más mujeres (una al menos, quiero suponer), peores letras, más peleas de bar y calle, otra de tantas malas cuadraturas de borracho que quiere cantar, más gatos negros que atraviesan la calle a la hora más inoportuna, y espejos que se rompen contra mí cuando ya no espero nada.
Haga lo que haga, debo reconocer que en todo camino me extravié. Soy el desesperado, la palabra sin ecos, el que lo perdió todo, y el que todo lo tuvo, escribió alguna vez el joven Neruda. Y para peor, el amor es hoy un sostén que se arranca mecánicamente cada jueves por la tarde; un nombre guardado en un papel bajo el bolsillo izquierdo; un dos, un ocho y luego un tres o un nueve, un número que ya no recuerdo. ¿Para qué tomé el teléfono? ¿Qué decía?
Y así es como he trazado siempre los renglones en blanco de la pérdida.

III
Hace un par de horas escuché en un disco una canción que al final resumía esto: “Cuando yo nací este mundo ya era una prisión”. Al respecto, opino lo mismo que mi hermano lobo: a mí ni me pregunten; el mundo ya estaba bastante deteriorado cuando aparecí por aquí, apenas como extra, dice él a grandes rasgos.
Y no diré menos (¡no me vas a limitar, doctor!): Quiero que el mundo se vaya al carajo de un tirón, y no esa mariconada del poco a poco y ya merito. Quiero hundir bien hondo el puño en el rostro de la Fe; gritar en serio: muérete prójimo; no me importa, viva el individualismo, al coño la humanidad, runrún, ya me encarreré, estamos jodidos, piérdanse todos, tú también, corazón de mierda, sí, mis dos corazones. Ya mismo.
La desesperación es un juguete infame. Y parece que el mundo sólo nos da caramelos y juguetes, y todos de fantasmagoría.

IV
No soy bueno, pero tampoco el peor de todos, y quizá me convendría. El caso es que soy débil y mi rencor flaquea. ¿Leyeron alguna vez Mafalda? En una de sus tiras, dice más o menos el enamorado, tormentoso Felipe: Soy tan débil, tan débil, que hasta mis debilidades son más fuertes que yo. Pues lo mismo.
A veces me da por la esperanza. Imagino que finalmente sí me gusta vivir y que no sigo aquí sólo para ver qué pasa. Me da por creer que aún hay vidas posibles que inventar y que quizá me mude a alguna. Pienso que puedo cambiar, que sólo haría falta el combustible adecuado, el amor, el aire limpio, montañas, un trigal, veintisiete lagos, una cama menos inhóspita, algo así, cosas que seguro aprendí en un balneario o dos o tres películas de calidad miscelánea.
Sin embargo, si hubiera en la verdad un sitio para tal cosa, si de veras lo creyera y fuera posible (la esperanza dispone de tantos terrenos baldíos), aun así seguiría pensando mal del mundo, por lo menos tal como es. Una golondrina no hace verano. Y hasta donde sé, el buen tiempo no perdura.
Para aquellos que piensan que todo se trata de pensar “positivamente” y “echarle ganas” y dormir y soñar a las horas debidas, quisiera recordarles que la historia humana no huele precisamente a rosas; hay sangre y cráneos bajo nuestros pasos, y también bajo la carne propia. O dicho de un modo que corresponda a mi natural vocación de buscapleitos: ¿Qué van a decirme? ¿Que vuelva a empezar? ¿Qué tuve mala suerte? ¿Qué he sido un pesimista, un misántropo, un jodido, un imbécil que, además de Cervantes, sólo aprendió las letras con que se escribía i-m-b-é-c-i-l? ¿Que no me importa el país, el mundo ni la humanidad y que soy igual o peor que casi todos de quienes me he mofado? ¿Que el mundo puede aún reírse y yo también, y que la Virgen no me habla? ¿Que me alimento de cadáveres y que además me gusta? ¿Que tampoco tuve talento siquiera para expresar aquello que quería (y tampoco era mucho, y eso se los digo yo)? ¿Que no sé ni preguntar? Se los concedo. Pero díganme una cosa: ¿De verdad están contentos con la forma en consiguieron ganarse la vida, sus posesiones, sus deseos, sus preguntas?
Y cuestiono eso sin mala intención, más bien por lo mismo que dije antes: de verdad, quienes no estamos bien en mi generación no es debido únicamente a nosotros. No sé explicar cómo sucedió, ni hablo sólo por rencor personal o por lo que yo mismo creo de mí, pero a donde quiera que voltee a ver, sólo encuentro caída. Y entonces me nace una tristeza de no sé dónde y va creciendo y me llega la noche y me inunda y ya no sé qué pensar y crispo los puños desde mi azotea y veo la ciudad y me acuerdo de quienes quiero e imagino que por ahí deben andar muchos a los que también quiero de algún modo sin conocerlos y siento que los nudillos están a punto de arrancarme la piel y los aflojo de a poquito hasta que abro las manos y me las llevo al rostro y no sé por qué pero de verdad lloro. No soy ningún cobarde, tal vez sí demasiado sentimental, pero así siento cuando pienso en toda esa gente amiga que forma parte de lo que esta noche llamo, hinchado de rabia, Mi Generación.