jueves, octubre 19, 2006

Rey de Corazones Negros

En vista del pasmo mental en que me ha hundido el último par de semanas, tuve que recurrir a la infamia de saquear el polvo, la herrumbre, la materia enferma de mis pesadillas en otro tiempo aunque no menos siniestro, sí más alcohólico que éste en el que escribo.

Probablemente, no quede mucho de aquello; y sin embargo, hay todavía para mí en este poema puertas que conservan su poder de evocación, aunque ya no sea capaz de abrirlas; naipes que jugué y perdí a propósito para ganar a éste que soy ahora, para bien y para mal.

Se trata de un poema de largo aliento (aunque a menudo decaiga por fatiga). En un principio estuvo planeado en varias partes en las que intervinieran distintos personajes: la Fortuna, la Suerte, el Mundo y el personaje central: el Rey de Corazones Negros, con su peculiar modo de expresarse. El monólogo del Rey en su locura es el fragmento que presento. El poema completo no tiene título. Se aceptan sugerencias.


Monólogo del Rey (locura)

No. Mil veces no.
Déjense de discursos.

He dicho que me deis un árbol
para tallar mi amargura con forma de laúd.
Un árbol.
La madera convertida en prisión,
Amorosa, estrecha, resonante,
para guardar las líneas de mis manos.

¡Aprisa, también una cuerda!
Dócil al soplo del viento,
Vibrante y dispuesta a oscilar de un lado a otro,
suavemente, sin crujir.
Una cuerda para tañer mi cuerpo igual que una bandurria,
con la única tonada que sabe de memoria,
esa canción que comienza con un temblor de manos...
Mi cuerpo bien guardado en el cajón estentóreo de mi árbol,
mi hermoso árbol...

Dos. Tres. Dadme todas las gargantas del mundo,
que recogeré yo para nunca todo vuestro silencio,
la esmerada penumbra donde guardáis el cáliz del deber.
¡Un árbol!

Facilitadme una soga y antes que os deis cuenta
tendréis un hermoso nudo al cuello y una multitud
vociferando, enardecida, vuestro desencanto.

Soy el Rey de Corazones Negros,
el que lleva en lugar de corona un puño en llamas,
un nudo desangrado en vez de corazón.

El temeroso, el temible ladrón de flores,
asesino de sombras en noches en que nadie guardó recuerdo.
(Aún me estremecen esas canciones
que los ahogados hacen rodar
al fondo de su estremecimiento,
de su dolor, bajo el yugo de la asfixia,
en el sedimento de sí mismos,
ese canto como un sollozo en alas de la noche).

Baste decir que almuerzo día con día
en el jardín violento de la suerte
y que yo os leeré la vuestra.

Denme antes sus manos.

No.
La siniestra.
Para decir lo que yo os diré
la diestra resulta demasiado torpe:
los corazones serán siempre más tristes
que un mundo gobernado por la tiranía de Fortuna.

Olvidad las manos.
Diré lo que he leído en vuestros ojos:

Lanzas rotas contra imaginarios molinos.
Golondrinas que yacen muertas antes de llegar el verano.
Millones de pechos urgidos de una bala,
Un último sueño que no visteis florecer.
Mísero espasmo hundido en el alma del Trébol Mudo.
Veinte cuerpos que no acariciasteis.
Las dos caras de moneda que dictó vuestro convencimiento:
el rostro doble de la verdad a cara o cruz.
Flores sobre tumbas inscritas por un nombre que os duele.
Hordas de hormigas haciendo su implacable labor,
devorando vuestra carne.
Esa canción que no acertáis a recordar en medio del insomnio más sórdido, y que hiere hasta la más fértil esperanza y golpea incesante sobre el sillón de vuestro aburrimiento, el sillón que no se pregunta jamás nada.
Esa canción...

Y el fuego,
esa maldición en manos de un vil gobernante.
Vela que se niega a apagarse pese a todo,
y que ya no es.
Y arde sin embargo.
Como Troya,
memoria infausta,
aquel barco donde los locos gritaron
una palabra que ya nadie recuerda.

Soy el Rey de Corazones Negros.
Antes de mí nadie lloró,
nadie sostuvo cruentas batallas con el invencible Destino,
siniestro y terrible como el polvo,
el mismo que crece enredado
a la espalda de los cementerios,
en las costillas de todos los nombres
ya para nunca pronunciados...

Porque antes de mí nada hubo,
sino un cataclismo de desesperanza,
andamios donde el caos roía su infinita venganza,
erigiendo, piedra por piedra, su torre interminable,
y derrumbándola en cada amanecer.
Un solo golpe de hastío sobre los ojos,
esos párpados dolientes
y aquel silencio que invocaban.
El Caos...

He aquí que soy el trueno retumbando en los oídos,
de uno a otro lado, como aullido de perro a medianoche;
vuestras palabras de tranquilidad a la aurora;
la candidez de preguntarse por qué,
por qué precisamente yo.
Esta sintaxis impenetrable a la que dais por fácil.

Cabalgué todos los siglos montado en la vergüenza,
dormí en el estupor, solo, noche tras noche.
Roí, fui una rata, inventé el abismo,
el increíble vacío de los sueños.
Llegue hasta aquí, fui ustedes, los que fuisteis, los que sois.

He sido todos.
Nadie.
Soy legión.

¿Y dónde, decid, escuchasteis el nombre que me pertenecía?
¿Cuál silencio reveló mi degüello en la oscuridad?

No hubierais podido saberlo.
Estabais todos al cabo de la calle.

Mas he aquí que levanto mi historia
como un faro en llamas,
un crucifijo inútil flotando en la tempestad.
Ésta es mi leyenda,
la historia de mis días inútiles sobre la tierra,
mi procesión de ángeles en el coro de la muerte,
mi reinado de fantasmagoría,
la fiebre milenaria del cadalso:

Yo soy el testigo, el acusador, y es éste mi falso testimonio,
el único que podría ser verdadero
pues sólo tejiendo la mentira
podría contaros la siniestra verdad,
el terror que habito, mi morada,
la sombra suicida al fondo del abismo.

Yo soy todo eso.
Y todo es nada en este reino.

No obstante,
yo puedo salvar la Historia,
sorda como un desierto donde el alma florece
abandonada al sueño, al gemido,
la sierpe de la devastación;
el espacio donde mi torpe ficción se quema,
como un arbusto inflamado de pronto
acometiendo el cortocircuito de la sangre.

Soy una vela encendida en la hoguera para nadie.
Y por nada.

Me habéis vuelto soberano.
Recuerdo aún la hora en que invadimos el palacio del Asesinado,
los gritos de pánico al amanecer,
mi unción oscura,
bajo el sello de la exclamación y el absurdo.

Soy el rey.
Debo cubrir ahora vuestra huida,
obsequiar el pretexto;
la anunciación y el odio;
ser el cómplice ofrecido en el cataclismo de la historia,
mentira que a propósito os pierde
entre una montaña de papel a la que más tarde,
por supuesto, prenderéis fuego.

Nada temáis,
yo mismo trazaré la ruta de escape:
el vértigo, la muerte, el insomnio.

Para eso me eligieron.

Seré por fin el necesario descarrilamiento
que penetra en el comienzo del fin,
la madrugada antes de anunciar el sol,
otra vez limpio, del Punto Final.

Si el árbol de la medianoche se incendia,
¿quién os culparía?
¿Quién dirá que fue suyo el desprecio
con que arrastraron mi cadáver,
el mismo que guió mis manos en la densa noche?
¿Quién?

Yo encarnaré esa voluntad oscura oculta en toda mano,
en cada uno de esos mutismos que lleváis por rostros.
Porque nada hay que decir.
Nada ha sido dicho ni podrá decirse.

Ya lo advertís:
seré vuestra avanzada en medio de los siglos
asco tremendo zambullendo hartazgos
en la alcantarilla que el alma nuestra
llenará a fuerza de tan vacía;
girasoles tontos siguiendo el cauce de los astros,
vida donde el estupor fue un aullido de tren
que ensucia indignamente el talle de la madrugada,
sin nada que decir,
nada que agregar al entumecimiento de las horas;
salvo ese naufragio de pesadilla que ondea en la alta noche,
oscura savia que os dispensa de una fe
tan parecida a la muerte.

Yo me ofrezco a palidecer por vosotros.
A sangrar por vosotros.
Por vosotros morir
Pudrirme por vosotros.
A lloraros y llorarme largamente...

Una cuerda. Un árbol.
No pido mucho.

Seré acaso el ángel portador del mensaje roto
el ciego testigo penetrando en la noche sin saberlo,
el crononauta, el relator de la última venganza,
la mano asesina, el testigo pagado para decir
una verdad nunca vista,
pero verdad al fin.
La habéis sentido, no queráis engañarme.
Moneda a moneda habéis convertido
en vuestro ese argumento.
Cundió la murmuración, el supuesto,
la sospecha de ser apenas la ecuación fallida
en el cuaderno del Astrónomo.

Sustentasteis una verdad sin pruebas.
Con esmero encuadernasteis las mejores evidencias.
Les prendieron fuego algunas veces,
visteis crecer las llamas,
oísteis crepitar esas páginas tan bien hechas,
tan enormes,
bellas, bellas,
inefablemente bellas.

Y en este punto os interrumpisteis para apagar
vuestro pequeño incendio y rescatar vuestras letras,
las geniales palabras a punto de consumirse por su obra.
¡Oh, Universales Obradores!
¡Oh, Inmensos Defecantes!
¡Deyectantes de toda noble conspiración!

Entonces comprendisteis.
El engranaje demente del reloj
obligó a sonar la hora en punto:
Había llegado el tiempo de la conmoción y el desamparo.
Era el momento de llorar por la locura pasajera;
por el romanticismo de las páginas ardiendo,
el arrepentimiento, la pesadumbre, la debilidad, el mundo...
Todo.

Y todo ardiendo.

Hasta llegar a un gesto como éste,
ensayadamente contrito,
porque éste y no otro era el propósito:
comprobar una vez más el gesto de contrición
frente al espejo del Conocimiento y la Belleza.

Más tarde os abrigasteis de orgullo,
hinchasteis las palabras que relataron la Tragedia,
a la que disteis apodo y nombre.
Creasteis divisas y las hicieron causa de banderas,
finalmente orgullosos.

¿Querían más?

Yo soy vuestro testigo,
la enfermedad propagada,
el mártir ciego y enmudecido a golpes,
la defensa alcoholizada.

Erigidse en fiscal.
Unid al mundo en contra mía.
Seré yo mi defensor borracho,
mal pagado,
la prueba suficiente,
el Crimen comprobado.

Porque soy la moneda de delación
que sobre la cuesta del mundo echasteis a rodar;
multiplicada sospecha de haber escapado
del manicomio abarrotado del amanecer,
palidez que hunde el clavo en el madero,
pura sensiblería dolorosa de cruz que agoniza,
la ofrenda a la turba, autosatisfecha y engañada.
Un réquiem por los vivos en la voz de un muerto.

Seré lo que queráis.
Pero dadme, por Dios, por el Diablo, un árbol.
Sembradlo siquiera.
Para algún día.

Soy el rey de corazones negros,
vuestro servil monarca.
Me habéis reconocido. No digáis que no.
He de guiaros en la batalla invencible.
Cargaré vuestra certeza de ser apenas algo más
que un gemido recorriendo el hospital de mis palabras.
Lanza que rompe el escudo de la suerte.
Adarga mutilada, cueva rota,
un cero a la izquiera de vuestro desencanto.

Seré yo quien colonice la última oración,
la única que tal vez serviría de algo
si pudierais pronunciarla.
Y lo haréis.
Yo, el Rey de Corazones Negros,
el Mártir, el Verdugo, el que hiende su espada en la Derrota,
éste, el Oscuro, vuestro soberano...
Yo
lo prometo:
Escupirán lo indecible.

Aunque traten de engañarme,
la suerte,
sobre la mesa,
ya está echada.

Y ahora abandonáis la partida;
mas lo habéis visto:
es vuestro hermano quien está en la horca,
el pobre y trémulo Manolo que llegó al horno
buscando pan y encontró cenizas,
como antes otro, por fortuna, llegó al mar
y encontró de sal las ruinas,
siglos de agua surcada y consumada,
historias urdidas para gloria de quién.

Ya lo sabíais,
y aun así conseguís llorar
y sois las víctimas.
Pero aunque tiemble con vergüenza en vuestras manos
el fantasma de la piedra que arrojasteis,
hirvieron todos los ojos poseídos de inaudita furia
el día sombrío de la Ejecución.

Su cuerpo pende ahora de un sueño
que acaso habéis olvidado.

Y aun así seguís llorando.

Ya podéis dormir tranquilos.
Parias.

Sueño –y he soñado–, con la vida, la vigilia,
la tempestad floreciente del océano.
No he sabido vivir.
¿Quién apuesta a que sabré encontrar hoy la muerte sin espasmo?

...
¿A quién engaño?
Nada ha de apresurar El Momento,
la vorágine en que caeremos víctimas del hechizo
esta rueda de Fortuna de aquél y este discurso,
comprensiblemente en blanco.
Soy yo quien desea terminar con esta farsa,
el único que ha extraviado acaso su libreto
y la mano en que guardé esas líneas.

Ya lo dije:
Soy yo quien dicta esta canción desconsoladamente a solas.
El descarriado, el imbécil, el cómplice,

el descreído, el sordo, ruin canalla.
Yo: insustancial, soberbio, adjetivo, mentiroso...

Yo.

Soy el Ruin de Corazones Negros.
El Postergado y Último Viandante
en el convivio de la Pesadilla y la Miseria.

Me han escuchado, me doy cuenta.

(Al fondo del salón, el claro metal
roe impaciente la rueda de piedra
de afilar el hacha.

Un verdugo sonríe).

miércoles, octubre 04, 2006

Uvas para Ev

Ella dijo:

– Si pusiera una uva junto a mi pezón, ¿qué morderías primero?
– ¿Cuál de los dos: el izquierdo o el derecho?
– ¿Importa?
– No, pero quiero saber.
– El izquierdo, pero sin corazón debajo, nene. No te hagas ilusiones
– Qué más da. Muerdo los tres: tu pezón, la uva, los dedos con que la sostienes. El jugo de uva moja tu pecho al morder la fruta y yo libo, sorbo, succiono, bebo de ti, cada vez con más ganas, ansioso, feliz, perdido. Manipulo con la lengua el trozo de cáscara que aún queda y lo rozo entusiasmado contra esa parte de tu piel enhiesta ahora. Te dirijo una mirada furtiva y me la devuelves divertida. Me guiñas el ojo derecho con malicia. Sé que te encanta ver lo que hago con tus niñas, y más cuando hay uvas ahí en medio. Un instante, puedo jurarlo, te amo por ese gesto, nada más que el tiempo necesario en que tú me has permitido amarte y perderte de nuevo, un tiempo más breve acaso de lo que habría yo deseado.
»Me llevo a la boca el cascarón de uva impregnado de saliva mía y alguna parte tuya, del sabor de tu pezón izquierdo, para darte un beso muy, pero que MUY tardado. Ahora te enteras de algo de ti que hace dos minutos no sabías. ¿A qué sabe tu pezón izquierdo cuando lo bañas con jugo de uva y de mis labios?»
–...
–...
– Ahora ya lo sabes.
– Ya. ¿Cogemos?

– Bueno.